En la librería Bangarang de València, Miguel Ángel Hernández presentó su nueva novela, la historia de una mujer que encuentra su segunda oportunidad en la vida a través de una práctica olvidada: la fotografía de difuntos.
Habíamos quedado una hora antes de la presentación en València de su nueva novela, ‘Anoxia’, editada por Anagrama. Miguel Ángel Hernández llegó puntual a la puerta de El Café Duco, situado a poco menos de cincuenta metros de la librería Bangarang, lugar previsto para el encuentro literario. Le vi desde la otra acera, alto, vestido de negro, con la barba y gorra que le otorgan su perfil inconfundible. Recordamos nuestra anterior entrevista. Brevemente. Ocupamos una mesa frente a la barra. Agua mineral con gas y unos cafés para conversar. ‘Anoxia’ cuenta la peripecia de Dolores Ayala, fotógrafa profesional, quien tras la muerte de Luis, su pareja, lleva diez años algo alejada del «mundanal ruido». Un día, un desconocido, Clemente Artés, le formulará un encargo insólito: retratar a un difunto antes de recibir sepultura. La obsesión de Clemente por perpetuar esta antigua tradición la conducirá hasta los arcanos de una práctica olvidada. Dolores experimentará el tiempo, a veces infructuoso, siempre lento, del daguerrotipo y aprenderá que las imágenes permiten recordar a quienes ya no están, al tiempo que descubrirá que algunas de ellas guardan secretos que nunca deberían ser olvidados. Con todos los adminículos ya dispuestos, dio comienzo la entrevista. El piloto rojo de la grabadora, encendido, indicaba la señal de partida. Y partimos.
Miguel Ángel, Gustavo Rodríguez, ganador del Premio Alfaguara 2023, me contaba el otro día que se lo había pasado tan bien con los personajes mientras escribía, que durante la promoción de su novela disfrutaba con su reencuentro. ¿Te ocurre a ti algo parecido? No, no, [sonrisa]. Lo de ahora no tiene nada que ver con lo que sucedió con ‘El dolor de los demás’, cuya promoción me despertaba un trauma dormido y cada entrevista casi era para acudir al psicólogo. Cuando uno acaba una novela, quisiera cerrarla en ese momento para ponerse a otra cosa. Te lo has pasado muy bien mientras escribías, pero la diversión acaba ahí. Sin embargo, no la puedes cerrar del todo, hay que seguir porque durante la promoción reflexionas una y otra vez sobre lo que has escrito. No supone una pesadilla para mí. Forma parte de todo esto y te brinda la oportunidad de acceder a aspectos que, quizá, no quedaron cerrados en la novela. Tal vez eso que algunos autores llaman pasar el duelo después de acabar la escritura, signifique acompañar a la novela durante unos meses.
¿Cómo se cruza en tu carrera literaria ‘Anoxia’? Lo he contado varias veces. Todo surgió cuando vi la película ‘Los otros’ de Amenábar, en la que aparecía un libro de fotografías. Nicole Kidman se da cuenta de que todos los retratados están dormidos y la criada le explica que no, que esas personas no están durmiendo, sino muertas. Fue la primera noticia que tuve de que eso existía e incluso de que formaba parte de una tradición. Empecé a documentarme y me interesó muchísimo, porque la muerte, la fotografía y la imagen son mis temas de referencia. Igual que el arte, la memoria y el duelo. En mi primera novela, ya estaba presente y, al final, ha salido cuando lo he madurado suficientemente.
‘El dolor de los demás’, ‘Anoxia’ e incluso tu ensayo ‘El don de la siesta’, si pensamos que dormir o sestear es morir un rato cada día, giran en torno a un mismo asunto. ¿Te obsesiona la muerte? Sí, claro. Al que no le obsesiona es un loco, un insensato.
‘Anoxia’, etimológicamente, significa falta de oxígeno, un título no demasiado indicado para lectores claustrofóbicos. Puede ser. Anoxia es un término que en la novela funciona de varias maneras. Ya desde el primer capítulo, a la protagonista, Dolores, parece que le falta el aire. Pero la anoxia que ella sufre es metafórica, es la falta de oxígeno para respirar que se siente cuando se ha perdido a alguien. Además, funciona de modo real a través de los episodios de los peces muertos, dejando claro que quien la sufre no son los peces, sino el agua. En Murcia, la anoxia se asocia con el Mar Menor y se origina porque las microalgas, que están en el fondo, a causa de la contaminación producida por la agricultura extensiva, engordan y chupan el oxígeno del agua, que se queda sin aire y provoca que los peces suban a la superficie a buscarlo, se mueran y el mar los arrastre hasta la orilla. También se refiere a lo que le pasa al personaje de Clemente, que se queda sin oxígeno y es ingresado en un hospital.
La novela admite una lectura calmosa y plácida para un tema, cuanto menos, delicado. Bueno, la escritura significa para mí una forma de negociar con diferentes temas, por muy difíciles que puedan resultar, y de pacificar algo que a mí me quema. En este caso concreto no es que me toque de manera directa, pero el asunto sí es duro. Pero es verdad que la escritura de la novela no contribuye a su dureza. De hecho, una de las cosas que tenía en la cabeza cuando empecé a escribirla, era que, si derivaba por el lado macabro, podía resultar algo refractaria para los lectores. Sin embargo, creo que la novela no es macabra, a pesar de tener todos los mimbres para serlo. Particularmente me interesa mucho diferenciar por un lado, lo que son las historias y hasta donde pueden llegar, y, por otro, su escritura. Es como si condujeras un caballo, al que has de llevar a donde tú quieres.
A la protagonista, Dolores Ayala, la vida le ofrece una forma de retomar su camino a través de la fotografía. ¿’Anoxia’ también es una novela sobre las segundas oportunidades? Esa es una de las paradojas grandes del texto. Aparentemente, es una novela de muerte y apagamiento. Sin embargo, al final es una novela de vida y casi luminosa. Lo que le pasa a Dolores es que, a través de las muertes de los otros, ella consigue vivir. Al principio, está igual de muerta que los cadáveres que retrata, en el sentido de que su existencia carece de finalidad. Tras la muerte de su marido, se encuentra varada en el tiempo por pura inercia. La fotografía le va a servir para darse cuenta de que todavía tiene una razón de ser, de que puede ayudar a los demás con sus fotos y vivir de nuevo. En este sentido tal y como tú has dicho, esta es una novela de segundas oportunidades.
El género de la fotografía de difuntos reúne todos los requisitos para que los trabajos sean exitosos: el modelo no se mueve, se utiliza una película muy sensible, Tri-x 400 de Kodak, blanco y negro, con trípode y luces al gusto del profesional. Los muertos fueron los primeros modelos fotográficos humanos que salieron bien retratados. Al principio, los daguerrotipos tenían exposiciones de hasta más de diez minutos. Era imposible que una persona aguantase tanto tiempo sin moverse. Incluso el mar salía movido. Luego el proceso se fue a acelerando, pero seguían siendo necesarios veinte o treinta segundos para el posado. Con la aparición de las instantáneas, los modelos entraron con mayor facilidad en la fotografía. Los estudios anatómicos se hacían con muertos. Igual ocurría en la pintura. Los mayores visitantes de las morgues eran los artistas, porque había una conexión constante entre la muerte y ellos. Por otro lado, eso nos llega a través de una tradición, que a nosotros nos resulta macabra, pero que es muy antigua. Es pura Historia del Arte y se remonta a los egipcios y los romanos. Al final, no es algo extraño, pero como hoy todo lo que tenga que ver con la muerte nos lo queremos quitar de en medio, sí nos lo parece.
La fotografía antigua tenía dos momentos creativos: el disparo y el revelado, donde se podía introducir cambios y conseguir efectos especiales. Hoy hemos banalizado la fotografía. Cualquiera toma miles de fotos con su móvil en poco tiempo. ¿El arte de fotografiar ha perdido su magia? Desde luego que sí. Ahora mismo todo el mundo cree que es fotógrafo y, en cierto modo lo es, porque las máquinas nos ayudan a conseguir unos encuadres y unas fotografías que ya quisiera para sí Cartier-Bresson. Hemos perdido el sentido de la visión que tenían los fotógrafos, que miraban primero con los ojos y después con la cámara. Hoy lo hacemos al revés. Las imágenes están completamente banalizadas, incluso se construyen mediante inteligencia artificial. Han perdido su sentido y su función y, sobre todo, la relación que tenían con el tiempo: primero observar, después fotografiar y, por último, revelar con la incógnita de si la imagen aparecerá o no. Además, existía todo un proceso de tiempo de demora entre lo que fotografiabas y su almacenamiento. La relación con las imágenes era otra. En la actualidad, ese vínculo ha cambiado completamente. Haces una foto y, al mismo tiempo, la compartes. Las fotografías de difuntos eran casi como un tesoro, porque no había muchas. La llegada del fotógrafo al velatorio era un rito importante. Pero todo eso ya pasó.
Explica el personaje de Clemente que la fotografía de muertos es un servicio más que ofrecen las funerarias. Tras algunas averiguaciones, he sabido que no lo prestan y que, además, sería ilegal, aunque esto último no lo tengo yo muy claro. No, delito no es. Que yo sepa, en España no hay ninguna funeraria que ofrezca ese servicio, aunque no te extrañe que después de la novela pudiera aparecer. Pero hay otros lugares en los que sí. En Polonia, algunos fotógrafos mantienen viva esta tradición, aunque de manera residual. Claro que actualmente casi no tiene sentido enviar un fotógrafo, cuando cualquiera podría tomar la foto con su móvil. En la novela he introducido a alguien que había trabajado en esa práctica, que cobró sentido durante la pandemia, cuando fuimos conscientes de que mucha gente perdió a sus familiares y ni siquiera pudo asistir a los sepelios por las restricciones que hubo entonces. Quedaron bastantes duelos abiertos y quizá las imágenes pudieron contribuir a cerrar las heridas en este sentido. En aquellos días sí se enviaron fotos de familiares muertos, porque fue la única manera de transmitir un recuerdo suyo. Precisamente, ese era también uno de los sentidos de la fotografía postmortem: tener la certidumbre de que alguien había muerto. A principios del siglo XX, en Galicia se enviaron imágenes de este tipo a los emigrantes, como una forma de notificar y certificar las defunciones de los seres más queridos.
Hasta ahora no hemos hablado de la voz narrativa: la tercera persona. Me costaba contar a Dolores, la protagonista, en primera persona. Este era uno de los desafíos de ‘Anoxia’: crear un personaje que, a diferencia de mis anteriores novelas, no se parecía en nada a mí. Ella es una mujer veinte años mayor que yo y me introduje en su cabeza, pero no sabía cómo hacerlo en su voz, a pesar de que habla en los diálogos. Así que me salía más natural utilizar la distancia. Por otro lado, era una historia muy emocional y adentrarme demasiado en su interior hubiera podido conducirme a «un pastel». Todo estaba lleno de percepciones sensoriales, a punto de explotar, entonces intuí que la mejor manera de hacer funcionar la historia era irme lejos. Incluso el tono de la novela queda un poco frío a propósito. Tuve muy presente el modo de narrar de Coetzee, frío y distanciado, pero lo que sucede, lo que se contaba en el texto, no era ni una cosa ni la otra, era terrible. Por tanto, preferí la distancia antes que decirle al lector, a través del tono narrativo, lo que tenía que sentir. Ahora, con el tiempo transcurrido, ya he racionalizado este proceso, pero en el momento de la escritura me moví por pura intuición.
Creo que ‘Anoxia’ tiene, por lo menos, dos niveles de escritura. Por una parte, la fotografía de difuntos, y, por otra, la descripción de sentimientos, la introspección de Dolores. Realmente, pienso que hay como tres maneras de entrarle a la novela. Una es el tema, la fotografía de difuntos; otra, la fundamental, es la que cuenta la historia de un personaje, una viuda que tiene una segunda oportunidad, que retoma su antigua pasión por la fotografía, que vuelve a sentir su cuerpo y que reflexiona sobre su pasada relación de amor con su marido. En consecuencia, esta es una novela también de personaje. Por último, tenemos la tercera parte, la que gira en torno al Mar Menor, las inundaciones, la contaminación y el cambio climático, que también es importante porque aporta el contexto a la narración. Pero no podemos olvidar que la que hace que ‘Anoxia’ funcione es Dolores Ayala, la historia de una mujer.
Acabas de citar las inundaciones de los pueblos costeros del Mar Menor. Los que no conocemos esos desastres, casi cíclicos, ignoramos los quebrantos que comportan y las vidas que destrozan. Es un poco el mito de Sísifo, que reconstruye todo y después cae de nuevo. La fuerza que destruye las cosas y la necesidad de levantarse. Esa tensión está presente en la novela. Hay mucha gente que se levanta una y otra vez. Dolores lo va consiguiendo poco a poco y el pueblo también. Pase lo que pase, hay que hacerlo.
Volvemos a la fotografía: ¿qué puede captar una instantánea fotográfica que el ojo humano no ve? Capta muchas cosas que el ojo humano ve, pero que no sabe que lo ve. Benjamin le llamaba a eso el inconsciente óptico. Son cosas que están ahí, que las ves claramente, pero no las miras. En una imagen está todo lo que tenemos delante. La fotografía deja una página escrita para que el ojo se pueda demorar en aspectos que, habitualmente, no advierte. De esta manera puedes acabar centrándote en algo que te había pasado desapercibido.
Poblamos nuestros muebles y estanterías de imágenes con personas fallecidas y también vivas. Sin darnos cuenta, esas fotografías constituyen la historia de las familias a lo largo del tiempo. La fotografía construye historias, igual que la pintura. Uno va a un museo y ve retratos y cuadros que cuentan historias. La fotografía es eso y la familia es uno de sus campos favoritos. Mediante las imágenes recuperamos a nuestros ancestros y fijamos momentos pasados. Es lo que llamamos el álbum familiar. Las imágenes no solo están en el móvil donde no le vemos su espacio, sino que son tangibles y ocupan un lugar. Son objetos activos que nos afectan, porque actúan en nosotros generando recuerdos.
El daguerrotipo, dado que no siempre aparece la imagen durante el revelado, conlleva incertidumbres. ¿Es un reto más interesante que la pura fotografía? En los primeros tiempos, cualquier camino de los que tomó la fotografía era un reto. De hecho, el daguerrotipo ganó la batalla al principio, pero luego fue sustituido por el colodión húmedo. Sin embargo y por eso lo he incorporado a la novela, lo que me interesaba era su singularidad, el sentido que tiene el daguerrotipo de imagen única, a diferencia del móvil actual, donde no existe original, y de la fotografía tradicional, cuyo negativo admitía todas las copias que fueran menester. El daguerrotipo no se podía reproducir, era la única huella de la luz, la única imagen que quedaba impresa sobre la placa de cobre, cubierta con plata, sensibilizada con yodo y revelada con mercurio. Si se extraviaba o rompía, se perdía ese momento. Por tanto, el daguerrotipo postmortem era casi como la Sábana Santa, una reliquia, el último reflejo de una persona sobre un espejo. Además de todo esto, en el daguerrotipo nunca se sabe si la imagen va a aparecer o no. Hice prácticas para escribir con propiedad y, como se trata de una imagen viva, unas veces apareció y otras no.
Desde sus momentos iniciales, ¿los daguerrotipos y la pintura estaban abocados a entenderse y colaborar? Esa fue una de las más importantes polémicas del siglo XIX. Se suele decir que el pintor Paul Delaroche vio un daguerrotipo, se quedó impresionado y dijo: "a partir de hoy la pintura está muerta". Y había muerto en cuanto a la idea de que la pintura era un medio privilegiado para captar la realidad, ya que, cuando apareció la fotografía, dejó de serlo. Entonces comenzó la batalla por ver cuál era el medio que mejor la captaba. Al principio, hubo desconfianza sobre la fotografía. Delacroix pintó un caballo al galope con las patas abiertas, mientras que la fotografía de un caballo galopando, tomada por el fotógrafo Edward Muggeridge, demostraba que las llevaba hacia dentro. «¿Cómo se iba a equivocar Delacroix? Se equivocará la máquina, porque el ojo no se equivoca». Ese era el gran debate. A partir de aquel momento, la idea de la verdad empezó a ser sustituida por la verdad de la máquina. Incluso en los juicios, los testigos oculares fueron cuestionados a finales del siglo XIX y empezaron a necesitarse registros de lo visible. Lo que hizo la fotografía fue entrar como portadora de la verdad de lo visible. Luego se dieron cuenta de que, desde el primer momento, la manipulación era posible. Siempre hubo photoshop analógico. Por ejemplo, el photoshop que practicó Stalin en su época fue brutal.
Podríamos continuar hablando mucho tiempo, Miguel Ángel, pero hemos de terminar. Escribes ensayos, diarios, novelas y artículos en prensa. Eres crítico y profesor de Arte en la Universidad de Murcia y, además, tocas el piano. En resumen, un renacentista en pleno siglo XXI. ¿Has tenido tiempo ya de plantearte algún nuevo proyecto literario? En la mente, sí. Pero lo estoy parando porque necesito descansar un poco. Las historias llevan su tiempo y es importante que permanezcan en barbecho y crezcan a fuego lento. Necesito que surjan poco a poco. Si me pusiera a escribir ahora mismo, mataría la idea que tengo en el pensamiento. A mí me da de comer la Universidad y para los que no vivimos de la literatura, los tiempos son importantes. Si fuera al contrario, desde luego que me habría puesto a escribir de inmediato.
|