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Un testigo en la metrópoli: la poesía de Leonardo Padrón

En 'Boulevard', el poeta y escritor venezolano ofrece una reflexión poética de la ciudad desde su óptica, como un testigo fiel de la urbanidad que le tocó vivir
Melissa Nungaray
jueves, 10 de abril de 2025, 09:02 h (CET)

Una ciudad es como un torrente de voces sinfín, confusas y delirantes, que entran en la mirada e irrumpen el amanecer. Así, Leonardo Padrón (1959, Venezuela) en Boulevard (2002), plasma el monstruo de cemento que es toda ciudad, observado por un testigo silencioso: aquellos que se ocultan en las albas grises, criaturas que se dejan llevar por el aroma, el ruido y el vagabundeo. En la voz lírica se desarrollan las dos caras de la misma moneda citadina, el asombro y la desilusión: “Ese hombre es una criatura del cemento, un inquilino del menoscabo y el esplendor”.


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La voz lírica refleja la rutina, la desigualdad y el fracaso a través de los ojos de un espectador que se reconoce en la multitud, en la silueta de un albañil: “En lo alto de un edificio se observa la silueta de un albañil. Aún le resta medio día de trabajo. Está sentado sobre un mohoso tanque de agua y contempla Caracas. Tiene horas allí, escuchando el documento de la ciudad”. Observar se convierte en un espectáculo inadvertido, velado por la desconexión del movimiento, el anonimato de los espacios públicos y la indiferencia ante la belleza de un cielo olvidado.


En “Medidas especiales”, el poema funciona como un anuncio público, que apela a la búsqueda de alguien que pueda recuperar el sentido de unidad ante una ciudad que despersonaliza: “se busca timonel para la navegación de las calles”. En el mapa de Padrón, los atardeceres son “el latido antiguo de la belleza”, nostalgia de un mundo pre-asfalto. Un mundo donde los crepúsculos eran únicos, apreciados: “En ese instante la multitud se vuelve naranja en mitad del tráfico. Pocos se detienen a aplaudir. Pero en el largo telón de edificios hay siluetas que contemplan”. Los momentos liminales urbanos se erigen como actos singulares en un espectáculo que carece de público, donde el transeúnte es el único espectador tras el telón.


Para atravesar la ciudad, se necesita un río, el Guaire, en el que se interna el observador para perderse. Así se construye la mirada: caminando, recorriendo los paisajes dormidos que solo despiertan en la nostalgia, en la miseria de quien sabe que tarde o temprano todo acabará extraviado, extinto. Esta despersonalización se despliega en el poema “Boulevard”:


Todas las tardes me dedico a deambular por esta bella ciudad de mierda

sin mayor orden ni concierto que recoger tickets de lavandería del suelo,

y contar toda la chatarra que consigo a mis pies

desagües, ancianos, naranjas,

adolescentes narcotizados,

talleres mecánicos, dientes cariados, ojos eléctricos,

exboxeadores orinando la fachada de las iglesias

vendedores de fritangas y fresas oscuras

recitales de poesía en idiomas imprevistos

niñas líquidas que exhiben su ombligo de cristal

donde yo juego a encajar una esfera que no es el amor

ni siquiera el sexo, ni una uña de tigre de Siberia,

tropiezo con buhoneros, pensiones de mala muerte, perros rojos

de tanto ladrar

y corbatas dignas de un incendio

consigo hombres escarbando en la basura

buscando la última edición de la Biblia,

el mejor libro de autoayuda que ha escrito alguien

así gritan los pregoneros, así piensan los políticos en mitad de la orgía.

Esta ciudad es un concierto de rock

un desfile de largas piernas turbias con el nombre de la mujer que amo

un aguacero de putas viejas y mandarinas

un chirrido de crack en los pulmones.

Yo escupo sobre el plexo solar de esta calle

amanezco abrazado a los bomberos de mi urbanización

celebro mi hastío en los parques

los restos de alcohol que brillan en el suelo

el delirio de los vagabundos a las dos de la tarde

tus pechos que marean a un ascensor de hombres desesperados

mientras Dios golpea impaciente un teléfono público

y no puede comunicarse con los dueños de esta ciudad

¿quién le presta un celular, quién atiende su voz, su reclamo,

su grito de almanaque olvidado?

Por las tuberías circula el pensamiento unánime de todos aquellos

que se lavan la cara y ríen y duermen en esta bella ciudad de mierda

y yo hundo mi rostro en este valle

y voy con mi mosca amaestrada sobre el hombro

con mi aspecto de peatón bautizado en aceite de luna

flotando como una factura de hotel sobre los charcos del pavimento

donde un ejército de vendedores de ropa interior

y postales de la última navidad

gritan el precio de sus vidas desperdiciadas

y los minoristas de bluejeans proclaman el nimbo de su miseria

en sus propios huesos zurdos

y los astrólogos de supermercado, los porteros de los bares,

los jefes civiles de la soledad

repiten la vieja canción de los crepúsculos

y la ciudad entera se derrumba

con la dulzura de los orgasmos caraqueños.


La multiplicidad de sentidos que emanan de la observación se funde con el andar, para revelar cómo el caos externo de la ciudad es, en realidad, un reflejo del caos interno de la voz lírica. En “Sobre ruedas”, la imagen del automóvil se vuelve esencial para expresar la soledad de los personajes que se alimenta del tránsito constante: “Un carro es una posdata de la habitación personal”. La ciudad, a su vez, se personifica como una mujer o amante, entre las imágenes en movimiento, indomables, inútiles de controlar. La espontaneidad de los acontecimientos es el engranaje del tiempo, que se transfigura en mujer-ciudad-amante. La voz lírica se adhiere a esta metamorfosis, busca “el ser otro” para hallar la plenitud perdida: “esa mujer que colecciona ventanas / y me abraza la frente en los aeropuertos”.


Habitar una ciudad es una batalla constante contra uno mismo. La identidad que se forja en ella se simboliza con la noche, refugio donde se puede sobrevivir a la desolación, al sufrimiento: “A medianoche, la ciudad contraataca, con un leve dedo de su oscuridad va derrumbándolos uno a uno”. La violencia, el abandono y el despojo son otras características inherentes a la ciudad de Padrón, como si estuvieran grabadas en el cemento mismo de los edificios: “La violencia es asmática y tiene reino. / Es un zumbido en la cédula de identidad”.


Entrar a una ciudad es atreverse a encontrarse-construirse a sí mismo. Caminar sus calles es crear un lenguaje, cuanto más se recorre, más se descubren los silencios reveladores de lo imposible. El cambio constante, el peligro, la belleza oculta... Todo esto y más se entreteje en las imágenes que la ciudad deja tras de sí, impregnadas de melancolía. Padrón evoca aquella visión que la generación Beat encontraba en las edificaciones, los ríos y las calles como representaciones del alma misma.

Este aprendizaje se refleja en el poema “La religión de los pasos”:


A una ciudad sólo la conoce quien la ha caminado. Cada calle demanda una aventura nativa y ancestral en el humano: descubrir, conquistar y, por supuesto, colonizar. Cada vía tiene su ensamblaje de sombras, su hora de alba, su catálogo de sonidos. Caminar una calle supone varios aprendizajes. Exige disciplina y furia. Disciplina en la malicia del paso. Furia para sobrevivir. Se debe acceder a ella como por asalto. Llenarse de su propia voracidad. Emboscarla.


La voz lírica se transmuta en la ciudad misma, teje su identidad. El testigo-observador accede a esta transformación como si fuera una cita a ciegas, un encuentro fortuito o un juego donde se apuesta todo. Se subraya, entonces, el aire trágico del descubrimiento, de la experiencia misma, a partir de los símbolos de noche-batalla y amanecer-vida, por tanto, hay un conflicto existencial entre la desilusión del asombro de una ciudad extraviada en sus sombras, pero que a su vez se posiciona como el único refugio: “Nuestra ciudad, por más equívoca o maldita, será nuestro único arraigo”.


Padrón amalgama verso y prosa, poesía e historia, para ofrecer una reflexión poética de la ciudad desde su óptica, como un testigo fiel de la urbanidad que le tocó vivir, donde la nostalgia es un remo más en la travesía vital, un afán por reafirmarse en lo posible. El bulevar imaginario que se construye, con un mejor diseño e impacto, aúna todos los sentidos, ve hacia la periferia y reúne un universo en cada paso del recorrido que aún queda.

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