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La eterna corrupción

“¡Salvemos a España, quiéralo o no!” Unamuno
Juan López Benito
lunes, 11 de abril de 2016, 00:48 h (CET)
Por todos es sabido que la corrupción es una de las principales preocupaciones de los españoles en la actualidad. Por ello les invito, siguiendo con nuestro afán de agudos observadores de la Historia, a contemplar un conjunto de disposiciones promulgadas por la Administración española para sus antiguas posesiones de Ultramar, dirigidas a liquidar dicha lacra. Espero les resulte un ejercicio interesante y quién sabe, quizá sirva de fuente de inspiración a nuestros próceres.
Realicemos pues, un repaso somero de las medidas más destacadas promulgadas durante los siglos XVI y XVII:

-La obligación de los funcionarios a presentar un inventario de sus bienes al entrar y salir de su cargo.
-El Juicio de Residencia: Se trataba de un examen judicial a cada funcionario al terminar su mandato. Lo levaba a cabo el sucesor de ese funcionario de forma automática y tenía una duración máxima de dos meses. Cualquier persona podía testificar a favor o en contra del funcionario. El juez de Residencia dictaba finalmente la sentencia y en caso de condena la pena podía comprender desde pequeñas multas económicas, a confiscaciones y penas de prisión. La sentencia no era firme y el funcionario podía apelar al Consejo de Indias
-La Visita o Inspección General sobre instituciones y funcionarios de un territorio. El juez visitador era nombrado por el rey y su designación se dictaba en cualquier momento (normalmente cuando llegaba a oídos del soberano algún tipo de descontento). Sin limitación temporal, el juez llamaba a declarar bajo sumo secreto a quien considerase oportuno. La sentencia era emitida por el Consejo de Indias. Este tipo de inspecciones eran inusuales porque resultaban costosas para el erario público, levantaban muchos recelos y usualmente no resolvían los problemas.
-Una amplia legislación tendente a prohibir el contacto entre el burócrata y sus gobernados. Ningún funcionario por encima de la administración local podía desempeñar el cargo en su lugar de origen. Además, debía teóricamente vivir de su sueldo con lo cual no debía disponer por ejemplo de propiedades como haciendas u obrajes, que le pudiesen proporcionar pingües beneficios. Asimismo atesoraban sobre el papel, una gran cantidad de limitaciones sociales como asistir a entierros, bodas o fiestas privadas, ni tampoco tenían autorización para pleitear o tener relaciones estrechas con sus subordinados.

Naturalmente la aplicación de tales preceptos resultaba de difícil cumplimiento como consecuencia de la lejanía del continente americano con respecto a la metrópoli, la enorme extensión de las jurisdicciones americanas, la pequeñez de salarios, la venta de cargos por parte del Estado o la singular mentalidad de la época que amparaba y favorecía el clientelismo. A pesar de ello, tenemos que reconocer que se desarrolló en aquellas centurias una significativa reglamentación en este campo, muy superior a la emitida por cualquier otra potencia europea de la época.

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En nuestra realidad circundante, en lo que solemos citar como nuestro entorno, el sistema judicial tiene como objetivo no la Justicia, abstracción platónica que nos trasciende, sino garantizar, con realismo y en la medida de los posible, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, que no es poco. Por eso hablamos de Estado de Derecho, regido por la Ley.

Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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