Todos necesitamos de una vida más digna; sentirnos queridos, reconocidos y amados. Ciertamente, por mucha esperanza que pongamos en nuestro diario existencial, con un aumento previsto del desempleo mundial de 2,3 millones de personas en 2016, según estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), difícilmente vamos a mejorar nuestro bienestar, ni el de nuestras familias, pues esta usencia de fuentes de trabajo afecta a la serenidad de cualquiera. Realmente, a veces cuesta entender la labor de aquellos gobiernos que, en lugar de afanarse para promover el trabajo decente y el crecimiento inclusivo, protegiendo de este modo a su ciudadanía, que además precisa realizarse por sí misma, sentirse útil para con los suyos y la misma sociedad, se dedica al derroche y a primar la desigualdad, garantizando que los suyos, los privilegiados de siempre, no se queden atrás. Lo demás importa bien poco. Ahí están los desgobiernos de muchas naciones, la falta de mano tendida de algunos de sus líderes, la incoherencia y la falta de adecuación del intelecto a la realidad objetiva para que se puedan consensuar posturas, teniendo siempre en cuenta la mejora real en las condiciones de vida de las familias más pobres. A mi juicio, tanto a nivel nacional como a nivel internacional, la responsabilidad de los excluidos, de los marginados, debe ser elemento esencial de toda decisión política.
Nuestra gran asignatura pendiente es dignificar toda vida humana. Aún no lo hemos conseguido. Hablamos mucho pero hacemos poco. Tenemos grandes ideas pero no las ponemos en práctica. Nos falta la ternura del abrazo y nos sobra tanta hipocresía que nos degenera como seres humanos. La tortura de los indefensos es un escenario insoportable, especialmente en los países en conflicto, y aunque está prohibida en cualquier circunstancia, muchos Estados y actores no estatales siguen mortificando vidas, como si no tuviesen derecho a vivir. Por otra parte, crece el número de seres humanos que no pueden proyectar libremente su vida, por falta de futuro, y muchos optan por encerrarse en sí mismos, lo que empeora su modo y manera de cohabitar. No saben o no quieren donarse generosamente. Efectivamente, en muchos países crece el número de personas que deciden vivir solas, que conviven con la soledad, enclaustrados en su arrogancia. Por desgracia para toda la especie humana en vez de formar conciencias, lo que venimos haciendo es adoctrinar, como si tuviésemos derecho a dominar existencias. Todo esto falla por la falta de respeto que nos tenemos, primero a nosotros mismos y luego a nuestros análogos. La soberbia y el orgullo ya no solo nos domina, también nos hace incapaces de mirar más allá de nuestros deseos y necesidades.
Aún a riesgo de simplificar, podríamos expresar que las oportunidades de futuro únicamente llegan a esa cultura dominante y dominadora. Faltan motivaciones y perspectivas honestas que hagan justicia. Los contraataques, evidentemente, han de ser globales. Por eso, está bien que Europa y Estados Unidos quieran limitar evasiones fiscales y reducir el dinero negro. Como también es un signo de rectitud poner fin inmediatamente al secreto bancario, teniendo presente que la evasión de impuestos y el flujo de fondos de origen ilícito socavan la igualdad y privan a los gobiernos de los recursos necesarios para la realización de los derechos económicos, sociales y culturales; y, por ende, aumentan los distanciamientos sociales de una clase acomodada y acomodaticia, frente a otra apartada y desajustada de lo digno. A veces, yo mismo me pregunto: ¿Cómo vivir sin desvivirse por nadie?. Y bajo esta perspectiva, también me interrogo: ¿Cómo forjar un futuro con criterios de fraternización, para contribuir a dignificar a cualquier ciudadano, en lo humano y en lo espiritual? Sin duda, la tarea es inmensa. Lo malo es que nadie soporta a nadie, ya que hasta las mismas crisis de pareja, o inclusive las matrimoniales, suelen elegir la separación y no el diálogo sincero con vistas a una posible reconciliación.
La sociedad, y más los Estados, tienen la responsabilidad de crear vínculos afectivos, de acoger vidas nacientes, de arropar la presencia de los ancianos, de crear las condiciones necesarias para garantizar el futuro a los jóvenes; y, de este modo, ayudarles a llevar a buen término un proyecto de vida en común, en familia. Y en este sentido, también tenemos derecho a un techo decente, a una vivienda que nos dignifique como personas, para sentirnos bien. Llevamos siglos vociferando por los derechos de la familia; y también, a mi manera de ver, nunca ha estado tan abandonada por las instituciones de los países diversos. Más de 86,7 millones de niños menores de 7 años vivieron toda su vida en zonas de conflicto, un factor que pone en riesgo el desarrollo de su cerebro, según datos recientes del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Considero fundamental que las familias, sea cual sea su composición, se dignifiquen para poder avanzar como una única familia humana hacia un mayor progreso para todos. Hoy, quizás más que nunca, pienso que hay que proseguir, a medida que logramos extender la esperanza de vida, sobre todo activando las iniciativas de interacción entre miembros de distintas generaciones. Una familia y un hogar son dos cosas que se reclaman por sí mismas, como continuidad de la especie humana y por amor a esta dignidad de la conciencia que todos llevamos consigo.
El semejante predicamento entre el varón y la mujer, aunque por ahora sea más de boquilla que de realidad, también nos mueve a esperanzarnos de que se vayan superando viejas formas de discriminación, y de que en el seno de las moradas se despliegue un ejercicio de recíproca complementariedad entre sus miembros, pues no se puede pretender la uniformidad o incluso la negación de la maternidad como algunas corrientes feministas claman. Cada persona, no lo olvidemos, tiene sus genes y su genialidad exclusiva. De hecho, son las madres quienes en nuestros peores momentos nos comprenden mejor que nadie. Ellas son la ternura por excelencia, el espíritu más desprendido, la compasión perenne. Con razón las estadísticas hablan favorablemente de las familias, con presencia clara y bien definida, de las figuras femenina y masculina, como una atmósfera sumamente adecuada para la maduración del niño. En consecuencia, respetar la dignidad de un niño representa certificar su necesidad y derecho natural a poseer una madre y un padre en su vida.
Sea como fuere, madurar a todos nos viene bien para tornarse humanidad, o si quieren, ciudadano del mundo. Andamos globalizados, pero indignamente considerados en bastantes ocasiones. Cuidado con hacer de la justa reivindicación de los propios derechos humanos, una terca y continuada sed de revancha, que tampoco nos conduce a dignificarnos como ansiamos, pues por conciencia uno se alegra con el bien del otro, no con los males, cuando se aviva su dignidad, se valoran sus capacidades y su buen hacer. En cualquier caso; la misma dignidad humana, inherente a nuestros pasos, nos requiere que cada cual proceda según una elección consciente y libre, a ser lo que quiera ser, movido e inducido personalmente desde dentro y jamás adoctrinado desde fuera de sí. Por tanto, cualquier ser humano ha de tener siempre el poder dignificarse por encima del nivel del miedo. ¡Libertad!.
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