Tal vez todo se reduce a que estamos viviendo tiempos de incuria, definida en el diccionario como abandono o falta de cuidado. Es decir, dejadez. Nuestro vocabulario se va simplificando, se acorta en variedad y nos faltan palabras para conceptuar lo que está ocurriendo; igual por ello no somos capaces de remediarlo.
Esa apatía o desidia parece extenderse desde el cuerpo político al cuerpo social como un tumor en fase avanzada. Y, así, por ejemplo, perdemos precisión y rigor en el pensamiento de base (solo hay que navegar un minuto por alguna de las redes sociales, o fijarse en una gran cantidad de los libros que se publican); a partir de ahí, vendría todo lo demás, o tal vez lo demás sea causa de este otro mal del raciocinio, que no lo tengo claro.
La incuria en el cuerpo político, o más bien en los políticos, podría ser secuela de la oclocracia que nos invade, que provendría, por su parte, del método utilizado para seleccionar a quienes gestionan nuestros asuntos. No me refiero al voto, sino a algo más sutil y endiablado, porque los hombres y mujeres a los que votamos o no votamos han llegado ahí por la selección natural, o lucha por la vida, dentro de sus partidos o agrupaciones electorales, lo que no garantiza el éxito de los más honestos, sino más bien de los competidores sin demasiadas barreras morales.
En relación con ello, y ya en tiempos de la “Transición”, alguien, en una especie de tertulia universitaria, propuso que nuestros representantes se eligiesen por sorteo rotatorio, pero fue apabullado por quienes defendían la llegada a las instituciones de gentes con contenido político, esto es, delimitados a través de la partitocracia. Nunca las élites políticas, ni las de aquí ni las de allá, destacaron por la excelencia, pero no hay duda de que el nivel ha bajado exponencialmente en solo dos o tres décadas. ¿Consecuencia? La incuria o inacción, que se ha ido instalando como modo de actuación cuando surge un problema grave; acostumbrados a la pura propaganda y al postureo ideológico, así como a que las cosas vayan fluyendo por sí solas, aunque luego quienes así operan se apropien de los resultados cuando se presentan propicios, los dirigentes de la cosa pública se ven rebasados si, de pronto, hay que solucionar problemas reales. Se ponen entonces de perfil o muestran una expresión de incredulidad, como preguntándose: ¿pero es que tendríamos que hacer algo? No es nuevo; se atribuye al viejo Giulio Andreotti aquello de que “gobernar no consiste en solucionar problemas, sino en hacer callar a los que los provocan”.
Dicha incuria se extiende al resto del cuerpo social, cuya dejadez respecto a lo que pasa es creciente. Vivimos el tiempo de cada día adaptándonos a un entorno político y social de calidad menguante y vamos dejando que el declinar vaya fluyendo, tal vez por pereza o idiosincrasia, no lo sé. Pero todos somos responsables. Aquellos que rigen Estados y administraciones nos representan no solo desde el punto de vista jurídico-político o legal, sino también como expresión y reflejo nuestro, pues de entre nosotros emanan; si tienden a la incuria, e incluso a la corrupción, es porque tendemos, en general, a la incuria y la corrupción. No es que tengamos los gobernantes que merecemos, es que ellos son nosotros. Así pues, la desgana del cuerpo social empieza a estar en el origen de la del cuerpo político; quizá en un principio hubo eso que llaman retroalimentación, pero, ahora mismo, empezamos a ser culpables.
Thomas Jefferson, al igual que otros ilustrados y que otros padres de la democracia americana, desconfiaba tanto del pueblo como de sus gobernantes. Dejó escrito: “Ahí donde cada hombre tome parte en la dirección de su república de distrito, o de algunas de las de nivel superior, y sienta que es partícipe del gobierno de las cosas no solamente un día de elecciones al año, sino cada día; cuando no haya ni un hombre en el Estado que no sea un miembro de sus consejos, mayores o menores, antes se dejará arrancar el corazón del cuerpo que dejarse arrebatar el poder por un César o un Bonaparte”.
No parece nuestro caso, ni lo preponderante en las democracias actuales. Estamos a otras cosas y dejamos la tramitación de lo público y colectivo a los especialistas o políticos. Además, no se advierte que haya hoy césares ni bonapartes; más bien, mediocres aprendices de dictador nacidos de la oclocracia gracias a la dejadez y a la incuria ya citadas.
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