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Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto urgente en nuestra sociedad actual, en la cual nos estamos convirtiendo en expertos en señalar las fallas del mundo, exigiendo transformaciones externas permanentemente mientras ignoramos el microcosmos de nuestro propio ser.
Josep María Fericgla, antropólogo catalán de una trayectoria tan dilatada como atípica y original en sus experiencias, habla sobre la vida y la muerte. Señala que un joven que no luche para expandirse, para aprender a vivir, para gozar de la vida, es tan absurdo como un anciano que no se prepare para la muerte, como sucede en occidente, donde se recurre a un festival de fármacos, de bótox y otros recursos y herramientas para disimular el paso del tiempo.
Aunque pueda parecer lo contrario, el saber no es lo primero, acontecen los hechos, los experimentamos y algún tipo de saber alcanzamos: el saber se consolida como algo retardado. Esto es muy evidente en torno a las sucesivas truculencias de la vida, insidias, corrupción, drogas o simples perversidades.
Todos los animales tienen en sí la compasión y tienen su propia sociedad y civilización, aunque el humano crea, a veces firmemente, que es la guinda de la Creación y que los demás seres ni sienten ni padecen. Así nos va. Los animales nos dan ejemplo a diario a los humanos. Ahora, investigaciones recientes revelan que los ratones exhiben comportamientos prosociales sorprendentes al intentar reanimar a sus compañeros inconscientes.
En los últimos tiempos, el 'ghosting' se ha convertido en un fenómeno interpersonal preocupante, especialmente en las relaciones sentimentales y de amistad. Este término, que se traduce literalmente como "hacerse el fantasma", describe la acción de cortar toda comunicación con alguien de manera abrupta y sin explicación. Es un comportamiento que se puede dar en diferentes ámbitos: personal, sentimental, profesional, etc.
Ese espejismo que transforma la arena en oro y el eco en voz propia, es el defecto humano por excelencia: invisible para quien la padece, insoportable para quien la sufre. Yo, luego existo. Pero la soberbia no es solo patrimonio de los poderosos; no hace falta ser un líder, un magnate o un intelectual para ejercerla. Se palpa en lo cotidiano, en una conversación cualquiera, con quien sea.
Lo malo de este mundo hipócrita es que la gente juzga a los demás y se creen superiores e inteligentes por no ver este tipo de cosas, así que en nombre de todos lo que lo vemos; perdonad por esta aberración de programa; intelectuales que únicamente leéis a Shakespeare, escucháis a Beethoven y tomáis el té.
Cada una de las personas que conocemos tiene su vida, sus circunstancias y le afectan en mayor o menor medida las cosas que le van sucediendo. Aparecerán personas que nos cuenten verdaderos dramas que están pasando y que nos resulten, realmente tragedias, pero también otros, que se hundan en un vaso de agua y no nos parezca para tanto.
Chagall en sus cuadros previó (sin tener intención de ello, intuimos) el primer cuarto del siglo XXI: una época que luce pintada con trazos imprecisos y en la que la cotidianidad aparece suavemente desdibujada; como envuelta en una atmósfera deletéreamente ensoñadora.
Las personas tenemos la tendencia a ocultar aquellas partes de nuestra vida que no nos van realmente bien. A veces, por temor a lo que otros pensarán, y otras por no desvelar la realidad de nuestra situación. Todos, en cierta manera, damos una imagen que nos hemos creado y varía en función de con quién nos relacionemos.
Hace sesenta y cinco o setenta años, en España, las personas no se movían de su ciudad o de su pueblo, prácticamente, durante toda la vida. En los años cincuenta, pongamos por caso, los hombres casi no salían más que para hacer la mili, y muchas de las mujeres, ni eso. Los pueblos se constituían en sociedades cerradas que mantenían relación poco más allá que con los pueblos de alrededor o con la cabecera de la comarca.
Que los tiempos han cambiado, no me queda ninguna duda: el pan ya no es como en la época de mi infancia, ya que ahora viene congelado y hecho en maquinarias industriales de la nueva época vanguardista, y lo curioso es que lo venden como pan de leña, nada más lejos de la realidad.
Cuando la mitad de la sociedad se hunde en la pobreza y la indigencia, sospecha de todo aquello que no sea resultado de las “ciencias duras” y considera que la cultura es una suerte de adorno suntuario (por atrevido y molesto), señoras y señoritas, algunas afeadas por el bisturí y otras benditas en su rostro y cuerpo por naturaleza, imitan, repiten tonteras y hasta se dan aires de experimentada sapiencia.
Tal vez todo se reduce a que estamos viviendo tiempos de incuria, definida en el diccionario como abandono o falta de cuidado. Es decir, dejadez. Nuestro vocabulario se va simplificando, se acorta en variedad y nos faltan palabras para conceptuar lo que está ocurriendo; igual por ello no somos capaces de remediarlo.
Un descubrimiento reciente destaca cómo la calidad del sueño impacta no solo el bienestar personal, sino también nuestra disposición a actuar con empatía y altruismo. Este hallazgo abre un campo fascinante que conecta aspectos biológicos, psicológicos y sociales.
Vivimos en una sociedad en la que tenemos la obligación de actuar como lo hace el resto, de comer lo que prueban otros, de tener aficiones conforme al entorno al cual nos hemos desarrollado y sobre todo, a relacionarnos con personas afines a nuestros intereses y clase social
“¿Fue Hitler un Satanás irrepetible o el producto de condiciones demoníacas repetibles? ¿O tal vez determinadas condiciones sociales hacen posible que la dinámica diabólica de las masas termine en tragedia como el Holocausto?” (Dan Carlin, divulgador de la historia). También merece reflexión lo que dice el divulgador de la historia: “Es más fácil que el individuo trascienda los instintos que actúan como tales que cuando forma parte de la masa.
Escribió Jean Paul Sartre en El diablo y Dios: «Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera». Es lo que yo creo que nos está pasando, aunque elevado, digámoslo así, a la enésima potencia.
El tiempo se nos escapa de las manos. ¡Tenemos tantas cosas que hacer y el tiempo es tan corto! ¡Los días, las semanas, los meses, los años son tan efímeros! Queremos abrazar mucho y no hacemos nada que tenga sentido y que nos satisfaga plenamente.
En esta Epifanía, la única revelación que me alcanza, y no sé si desde las alturas, es la evocación de una serie dirigida y protagonizada por Adolfo Marsillach en TVE, la mejor, y única, cadena televisiva de España en aquellos tiempos del tardofranquismo. La serie venía a tratar sobre la censura y acometía ser una crítica de aquel sistema que vivía sus estertores finales.
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