Hace sesenta y cinco o setenta años, en España, las personas no se movían de su ciudad o de su pueblo, prácticamente, durante toda la vida. En los años cincuenta, pongamos por caso, los hombres casi no salían más que para hacer la mili, y muchas de las mujeres, ni eso. Los pueblos se constituían en sociedades cerradas que mantenían relación poco más allá que con los pueblos de alrededor o con la cabecera de la comarca, y esas salidas a los pueblos cercanos ocurrían con ocasión de ferias de ganado o fiestas locales. En esas sociedades el “forastero” era un elemento de valor. Pero, ¿qué aportaba esa figura? Pues, aportaba algo definitivo, lo diferente, otras formas de ver la vida, historias distintas a lo que era cotidiano. Hoy, sin embargo, ha perdido todo su valor. Ya no interesa lo distinto, lo diferente, lo que hoy realmente importa es lo cotidiano, lo conocido, aquellas ideas que son iguales o parecidas a las nuestras. Y digo esto después de leer un artículo sobre cómo nos relacionamos hoy y cómo adquirimos nuestra información, en el que el autor habla de la llegada de la tecnología en la información, la televisión, la radio digital, los juegos electrónicos, los ordenadores y los smartphones.
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