Ese espejismo que transforma la arena en oro y el eco en voz propia, es el defecto humano por excelencia: invisible para quien la padece, insoportable para quien la sufre. Yo, luego existo. Pero la soberbia no es solo patrimonio de los poderosos; no hace falta ser un líder, un magnate o un intelectual para ejercerla. Se palpa en lo cotidiano, en una conversación cualquiera, con quien sea. Un monstruo con hambre insaciable que se alimenta de la pequeñez ajena, un vampiro emocional que se nutre del dolor de los demás. En un mundo en el que cada uno quiere ser el protagonista de su propio monólogo. Donde no importa tanto tener razón como que los demás crean que la tenemos. Nos han enseñado a proclamar nuestros logros con la misma pompa con la que los emperadores romanos desfilaban tras una victoria, a proyectar una imagen de infalibilidad con la torpeza de un mago que muestra el truco demasiado pronto.
Pero la soberbia también nace de la inseguridad, de ese eco interno que nos susurra que no somos suficiente. Y cuando el miedo a sentirse inferior golpea, el recurso más fácil es aniquilar al otro, convertirlo en una sombra para poder brillar más. La soberbia no es una muestra de fortaleza, sino una cortina de humo que esconde fragilidad.
La razón se confunde con quien grita más alto. Y en ese ruido, en esa cacofonía de egos, nos vamos quedando sordos a la realidad. Que levante la mano quien no quiera llevar la voz cantante.
Ejemplos sobran. Donald Trump, el magnate que hizo de la bravuconería un arte, convenció a millones de que la prepotencia es una virtud y la arrogancia una prueba de liderazgo. Elon Musk, genio indiscutible, pero también maestro en la soberbia tuitera, dispara contra sus críticos con la misma frecuencia con la que lanza cohetes al espacio. Putin, Macron, Sánchez, Mazón… Pero también está en el jefe que desprecia el esfuerzo de su equipo, en el amigo que nunca escucha, en el desconocido que humilla al camarero porque su café no está suficientemente caliente.
La soberbia es la peste moderna, la lepra del siglo XXI. Un virus que ha infectado las redes sociales, donde la opinión no se mide por su valor, sino por los decibelios con los que se escupe. Ya nadie escucha, solo espera su turno para hablar más alto. Creemos que el respeto es debilidad y la prepotencia, inteligencia. Y mientras tanto, nos alejamos de lo esencial: aprender, crecer, entender al otro.
Se proclama el amor al prójimo mientras se levantan muros de intolerancia. Se pide renunciar a la riqueza mientras los templos se bañan en oro. Claman por la humildad, pero se arrodillan solo ante su espejo.
Pero la soberbia es una jaula dorada: quien se cree superior se encierra a sí mismo en una celda sin ventanas, sin posibilidad de aprender, sin espacio para crecer. Es el germen del aislamiento, la desconexión y la apatía. Ningún ser humano puede navegar solo en el vasto mar de la existencia, aunque muchos prefieran hundirse en su propio reflejo antes que aceptar la ayuda de alguien más.
Si practicas la humildad y la empatía eres un revolucionario. Pensamos que somos islas y en realidad somos partes de un continente compartido. Y escuchar al otro, aceptar críticas y reconocer errores es más un signo de humanidad que de debilidad. Yo, luego existo.
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