Cuando la mitad de la sociedad se hunde en la pobreza y la indigencia, sospecha de todo aquello que no sea resultado de las “ciencias duras” y considera que la cultura es una suerte de adorno suntuario (por atrevido y molesto), señoras y señoritas, algunas afeadas por el bisturí y otras benditas en su rostro y cuerpo por naturaleza, imitan, repiten tonteras y hasta se dan aires de experimentada sapiencia. Se trata, en general, de mujeres visibilizadas por los medios o en los medios; y de auto convencidas “empoderadas”, asiduas concurrentes a fiestas, homenajes y boliches, que intervienen incluso en prósperos encuentros en que se discute sobre la nada misma y aclaman siempre la independencia que durante siglos supimos conseguir las mujeres transversalmente y con esfuerzo. La autonomía para ellas es acoplarse a las modas, seguir las tendencias e investigar sobre “nicho” asegurado; hacer-como- que- se hace, en fin, pues una mujer contemporánea, ante todo, es (y debe ser) una mujer-de-acción.
Entre colágeno e indumentaria de dudoso buen gusto (pues desnuda más que vestir), con rostro iluminado por una franca sonrisa, impersonal y ensayada, estas señoras transmiten noticias con toque femenino, debaten, anuncian o divulgan; comentan, cubriendo varios rubros, también se ensañan en las redes y hasta “actúan” en política o escriben. ¿Será que tales gestos afianzarán esa felicidad de manual, que supuestamente te saca por un rato del caos, del drama y la tragedia? Nadie negaría que la palabra se ha devaluado, que es mejor ser “polite” a aferrarse al insulto y que el imperativo social vigente se traduce en romper el silencio y circular a como dé lugar.
Consecuencia del vacío existencial de antaño que nos “tapó” (o difirió) la tecnología, ahora nos enfrentamos a algo peor: al exceso, puesto de manifiesto en los “ataques de pánico” (ansiedad/angustia), en el consumo de psicofármacos que “resuelven” depresiones (una pastilla por sí no remedia ni repara), en dietas improvisadas y pasajes-al-acto constantes; en violencia verbal, gestual o emocional, adhesión a las pantallas; en visitas a gimnasios y quirófanos, etc. No sea cosa de que te descubran fuera del circuito, hay que ser visto, oído y leído. Todo a la vez.
Cuando en algunos centros académicos se hace hincapié en que la felicidad es un paradigma a ser revisado en los textos de filosofía (lejos del idealismo alemán y del de Platón, la felicidad se volvió otra cosa pues la modernidad, lamentablemente ha fenecido y nos vuelven a pisar sombras medioevales), de inmediato se encienden los cirios de la controversia. Como si hubiera obligación de ser (in)feliz, como si la sociedad fuera la sumatoria de individualidades. Con escasa identidad propia, te aconsejan o rechazan, no hay que meter el dedo en la llaga. Locuaces “armonías”, que podrían atribuirse a fanáticos y hasta a endogámicos pensadores; a un bárbaro negador o a un cínico soberbio y ególatra.
En efecto, al mencionar a pensadores de la talla de Franco Berardi, por ejemplo, surgen los azotes inmediatos de los alegres pregoneros de ilusiones pegadas en cartulina, como si las naciones fueran todas iguales y la vida les fluyera a sus habitantes como en un río manso o sobre la superficie de un lago tranquilo. En cambio, prefiero desnaturalizar estos argumentos, cuestionando a los que viven en sus paraísos pero luego se asombran de la sombra insuficiente que le dan sus árboles mal cuidados.
La estupidez, los excesos y la compartida mediocridad son en la actualidad pan comido. Negar la realidad no viene mal si se trata de defenderse del horror y de las constantes catástrofes. También los políticos lo hacen, es cierto. Y todo medio masivo, por lo demás, posee una sección dedicada al espectáculo, al entretenimiento. Sin embargo, estos hábitos, que a mí me resultan un poco decadentes, si se los compara con lo fáctico que acecha sobre todo en Argentina, hay que lamentarlos también entre algunos presuntos devotos de la “objetividad periodística”. Hombres y mujeres trajeados de primera, muchos con aire casual, y conocimiento acumulado (ignoro si experiencia), dan sus veredictos políticos, sociales, etcétera, a diario y convencen a la gente.
En la vida personal y colectiva lo apolíneo y dionisíaco continúa vigente, pero no hay que exagerar, cuando menos entre intelectuales y artistas. La gráfica y el buen decir de los que portan el oficio en los medios de comunicación suele ser coherente pero no basta. Y tanto menos, en sociedades que exhiben poderes adquisitivos dispares y en que el auténtico respeto a la ley se encuentra (casi) esfumado. Por ello, no dejo de preguntarme si mujeres inteligentes, bellas o no, reflexivos hombres en su eje podrán sobrevivir en el siglo. A guerras, hambre y a la mayor peste del planeta: cinismo y mucha (docta) ignorancia.
Les dejo la inquietud. ¡Buena semana, la mejor posible!
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