Pureza es un vocablo que, al margen de su denotación, acopia connotaciones varias. Se define, en general, por oposición a sus opuestos, es decir, a las diferentes manifestaciones de la inmundicia, la contaminación y demás mugres, que, por otra parte, pueden referirse no solo a lo físico y palpable, sino asimismo a la dimensión espiritual, en el sentido de pecado, maldad o desviación moral.
Atesora, pues, significados que, en todo caso, dependen de la percepción o entendimiento de cada cual. El concepto ha tenido su recorrido a lo largo del tiempo, siendo modelo filosófico del mismo la concepción de maniqueos y gnósticos. Los primeros identificaron al Mal con la materia concreta, con lo sensible y corpóreo. Pensaron los segundos a esa materia como entidad sujeta a declinación, podredumbre y muerte. Ambas cosmovisiones inspiraron una parte del imaginario cristiano medieval y se superpusieron al universal católico, y platónico, de belleza divina.
Lo traigo a colación porque parece estar germinando, en el marco de la nueva religión global, una concepción tan metafísica de la naturaleza como lo fue la de la religión tradicional y los nuevos adeptos, conscientes o no de ello, van inclinándose a juzgar el medio natural como sustancia de pureza, alejada de la putrefacción humana; deviene ello en culto sin Dios, aunque imbuido de panteísmo.
No es ajeno a esta circunstancia el hecho de que términos como “planeta” y “madre tierra” sean de los más utilizados en este nuevo siglo. En esencia, se antepone, en esta devoción, el reino del espíritu (naturaleza) al reino de la carne (actividades humanas), en un dualismo ontológico, y también preñado de intereses cotidianos, que puede acarrear la negación del progreso material, percibido como proceso basado en la impureza. Implicaría ello el ascenso de un nuevo maniqueísmo, laico e inmanente, muy atractivo para los incondicionales de la planificación central, que son también los hostiles a la sociedad abierta y pluralista, como se puede comprobar sin mucho esfuerzo. No dejemos, por ello, que nuestro sentimiento, tendente a la limpieza corpórea y espiritual, nos engañe. Y vayamos con cuidado porque, en este orbe que nos ha tocado, nada es lo que parece.
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