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El tiempo es implacable con los seres vivos, sentimiento un tanto cruel para la sensibilidad de los humanos. Nos zarandea sin escrúpulos y apenas nos indica someramente los principios y finales; las informaciones que nos deja, apenas son indicios cuyas confirmaciones se pierden en asombrosas lejanías.
Ya inmersos en el ambiente reconcentrado de la Semana Santa, será saludable que la humanidad en su conjunto, haga un alto en el camino para ahondar en su propio diario existencial. Abrirse de corazón y reabrirlo para uno verse, en relación con los demás y consigo mismo, puede ser la mejor terapia para la esperanza.
Hoy la humanidad, desmemoriada, inhumana y deshumanizada, debe cultivar como jamás la visión del alma y someterse a la operación mística del reencuentro. En consecuencia, hemos de hacer un alto en el camino, ya no sólo para adquirir aliento, sino también para tomar conciencia de lo que uno es y representa.
Catalina de Ribera y Mendoza es una figura destacada del estamento nobiliario en la transición entre los siglos XV y XVI. Nace en Sevilla, en lo que hoy conocemos como Calle San Luis, a mitad de 1400 y muere en 1505. Nace en su casa, lo que llamaban en la familia el Palacio Viejo, la casa de sus padres Per Afán II y María de Mendoza; y que heredara Francisco Enríquez de Ribera, primogénito de su marido; y su sobrino e hijastro, tras la muerte de su hermana mayor, Beatriz.
Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.
Estamos inundados de noticias e imágenes aterradoras que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos en nuestros interiores un enorme decaimiento de no poder intervenir. Quizás tengamos que fortalecer el corazón, darnos entre sí para superar la indiferencia y nuestras pretensiones mundanas dominadoras, que lo único que hacen es encerrarnos en nosotros mismos, con espíritu egoísta y soplo impasible.
Tomar el camino correcto no es nada fácil, tras las caídas hace falta soportarse a sí mismo y no vagar por cañadas que nos hunden en nuestras propias miserias humanas. Para ello, hay que aprender a quererse uno mismo, con amor sano y saludable. Todo requiere su quehacer, comenzando por amar el trabajo y no dejar que nazca el enfermizo virus de la ociosidad.
Es impresionante, a lo largo de la vida contactamos con innumerables objetos y participamos en un sinfín de ideaciones e inquietudes. Con el paso del tiempo se difuminan en su mayor parte, se desfiguran, hasta desaparecer de los horizontes; sólo persisten algunos con desigual potencia.
Nos hemos globalizado y, eso, está muy bien; ahora nos falta sustentarnos en el verdadero amor, conocedores de que el espíritu fraterno, es lo que nos obliga a desvivirnos por vivir la acción colectiva, como fuerza orientadora para lograr la concordia, desde el abecedario del respeto mutuo y el lenguaje de la tolerancia.
La clemente voz suele pasar desapercibida, porque las fuerzas que actúan no son las económicas y políticas, sino las morales y espirituales. Está visto que nos hemos confundido de ruta. El desamparo suele dejarnos sin palabras, es lo que presenciamos por todos los rincones de la humanidad; mientras la crisis humanitaria, las enfermedades acrecentadas por desigualdades tremendas y por doctrinas que esclavizan, se dan la mano cebándose con la población más débil.
El actual momento que vivimos nos interroga continuamente para tomar otro rumbo, ya no sólo en cuanto a las modalidades de producción y consumo insostenibles, sino también en relación a un compromiso mundial y solidario, que ponga en el centro la dignidad humana y el bien colectivo.
Josep María Fericgla, antropólogo catalán de una trayectoria tan dilatada como atípica y original en sus experiencias, habla sobre la vida y la muerte. Señala que un joven que no luche para expandirse, para aprender a vivir, para gozar de la vida, es tan absurdo como un anciano que no se prepare para la muerte, como sucede en occidente, donde se recurre a un festival de fármacos, de bótox y otros recursos y herramientas para disimular el paso del tiempo.
El que sufre tiene retentiva y recuerda a esas gentes de bien, que trabajan al servicio de la causa por la concordia, hasta dejarse su propia vida en esta misión. Desde luego, el mayor homenaje que podemos rendirles es volcarnos en proseguir con su labor de entrega y generosidad, en un mundo cada día más feroz y deshumanizado.
Aunque pueda parecer lo contrario, el saber no es lo primero, acontecen los hechos, los experimentamos y algún tipo de saber alcanzamos: el saber se consolida como algo retardado. Esto es muy evidente en torno a las sucesivas truculencias de la vida, insidias, corrupción, drogas o simples perversidades.
Está creciendo el número de personas que no están dispuestas en absoluto a satisfacer las necesidades de otras personas. El nivel de enfriamiento por calor humano en diferentes regiones del mundo ha aumentado significativamente. Es hora de activar nuestras alertas sobre este aspecto.
Concetta La Placa, escritora italiana, es poeta, activista social, promotora cultural, traductora, humanista y defensora de los derechos humanos. Le canta a través de sus versos al amor, al tiempo, a la vida, etc. Leer a Concetta es disfrutar de una exquisita poesía desbordada de reflexión, ya que es una poesía que nace de lo más profundo de su alma.
He querido iniciar el presente escrito indicando que no siendo todo lo que expongo producto de la exclusividad de mi creación, sino en gran manera producto del cúmulo de conocimientos que la vida activa me ha ido poco a poco enseñando, adicional a lo que he retenido de todo lo que he leído.
En un mundo en permanente cambio, nos alienta el bosque de las palabras, la orquestación de su mística y el colorido de las armónicas miradas; al tiempo que nos alimenta, asimismo, la persistente renovación de la savia. Esto nos demanda, el activo de un sincero diálogo entre latidos variados, la buena vecindad de los pulsos y el espíritu reconciliador en escena.
Lo horrible de esta tierra son nuestras contrariedades. Necesitamos sentirnos solidarios y despertar sin egoísmos, para sustentarse y sostenerse armónicamente, como una indivisa familia con multitud de hogares, deseosos de participar su calor viviente. Ese entusiasmo gozoso por el bienestar es el que nos da consistencia, que no está tanto en las personas adultas, como en los niños y en los ancianos.
Incapaz para valorar el “reality” geopolítico que nos invade, me inclino por reflexionar acerca de cuestiones más permanentes. Y se me ocurre que no es baladí la cuestión relativa a la oposición entre altruismo y egoísmo. No se trata de una disputa cotidiana ni explícita, pero está ahí, en segundo plano, alimentando, de manera subrepticia y subconsciente, la infraestructura de nuestro pensamiento y condicionando, por ende, el mecanismo de la ideología.
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