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Somos más otoñales que primaverales, quizá por vernos abocados al trágico final, con deterioros y fallos progresivos. Los rutilantes pétalos de la vida caen sucesivamente y asumimos el fenómeno de la caída como directriz principal, sin percatarnos de la diferencia crucial entre el deterioro vital inevitable y la destrucción viciosa de aquellos pétalos, atributos vitales, que no hubieran desaparecido hasta el final.
Al inicio de un nuevo año, resulta esperanzador poder elevar la mirada, con el propósito de reorientarnos hacia un horizonte en calma, con pulsaciones líricas y pausas silenciosas. Necesitamos atravesar la puerta del alma para reconocernos y vernos, despojados de contiendas y restituidos de sueños.
Muchos de los problemas que enfrentan a las diversas comunidades en un mismo territorio presentan rasgos comunes, y tienen que ver con el lugar que ocupan en la sociedad los individuos que las componen y con su tierra de origen: los prejuicios no se combaten compartiendo espacio y comida, y tampoco con luchas y vanas esperanzas.
Lo importante radica en reconocerse en el camino, en comprobar la veracidad de nuestros andares, que no deben reducirse únicamente a lo material; puesto que requerimos también de otras necesidades anímicas que están ahí, y que nos sirven para encauzar nuestro estado de ánimo vitalista.
Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.
Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de apiñarse corazón a corazón, para sentirse familia y reconocer el calor de hogar, tan preciso e imprescindible para este tránsito viviente. Se hace indispensable, recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, si en verdad queremos retornar a comprender que nada somos por sí solos.
La Navidad es, para muchos, la época más mágica del año. Sin embargo, en un mundo cada vez más individualista, su esencia puede desdibujarse, dejando un vacío emocional que ni los regalos ni las luces logran llenar. En una sociedad que valora el éxito personal sobre las relaciones humanas, el individualismo nos aísla, privándonos de lo más valioso: el amor y la conexión con los demás.
Andares en el espacio-tiempo/ lentos andares con prisas/ andares a mandíbula latente/ andares cabeza abajo/ maseteros andarines/ a dentelladas andando. Si uno/ olvida que es un aprendiz/ uno deja de ser maestro. Los recuerdos no tienen paredes/ las miradas no tienen planos/ las entrañas no tienen tiempos/ los deseos no tienen límites.
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que me resulta bastante amargo pensarlo, y ni les cuento escribirlo, a saber, la naturalización de la discriminación hacia las personas con discapacidad mediante el concepto de la banalidad del mal. La expresión misma “banalidad del mal”, acuñada por Hannah Arendt, describe la inquietante normalidad con la que los individuos pueden perpetuar actos de maldad al abdicar de su capacidad de juicio crítico.
Vivimos en una permanente vorágine, que nos impide reencontrarnos a nosotros mismos, reflexionar sobre nuestra existencia, en una dinámica verdaderamente desconcertante. El estrés cotidiano y el vacío que se esparce, nos deja las entretelas empedradas de maldades y el ánimo por los suelos.
Por más que iluminamos el mundo con artificios mundanos, la desesperación no cesa, empujando a millones de personas a abandonar sus hogares, en busca de seguridad o simplemente de oportunidades. El bienestar y la concordia no se alcanzan sólo con el final de las contiendas, sino con el inicio de un nuevo sueño: la práctica del corazón.
Frente a esta atmósfera de contiendas y tensiones, que están generando una escalada de crisis muy grande por todo el planeta, es de gran importancia activar el corazón, al menos para poder enmendarse uno hasta consigo mismo y poder entrar en relación. Ciertamente, el ruido ensordecedor de las controversias nos deja sin alma, totalmente desprotegidos entre sí, con un modelo de vida egoísta a más no poder.
Aún no hemos aprendido a enraizarnos en comunión y en comunidad; y, así, no lograremos restaurar vínculos, ni rehacernos como familia. Este es el instante preciso para el cambio, tenemos la oportunidad de modificar las percepciones denunciando el discurso del odio, corrigiendo la información errónea y contrarrestando la desinformación.
Aprendamos a cultivar la belleza, a no cansarnos de embellecer por dentro y por fuera, hasta convertir la degradación en una oportunidad más y el desorden en armonía. Lo malo de esta atmósfera putrefacta, además endiosada, es su difícil curación en un mundo cada día más perverso e inhumano.
La vida nos aboca a numerosos caminos, con un enorme muestrario de sensaciones y cavilaciones; aliada con las evoluciones temporales, no permite el devaneo con inclinaciones al reposo. Las vicisitudes son incesantes, emiten toda clase de reverberaciones sobre el conjunto de los seres vivos.
La verdad está ahí, jamás perece, como fruto del amor también sufre nuestro poco aprecio o la ración de indiferencia. Dejemos, pues, que se perpetúe el afectivo/efectivo amar. Es cierto que andamos perdidos en medio de una época de falsedades, produciendo tiempos turbulentos, sin apenas ilusiones para remodelar el futuro.
Salgamos de la confusión, del territorio de la barbarie y de los bárbaros. Así, en el caso de que nos sorprenda algún trance entre la realidad y la conciencia, dejemos hablar al corazón, que es donde está la fuente de lo armónico. Ciertamente, vivimos en el despilfarro del odio; y bajo esta malversación vengativa es difícil reconstruir nada, ni reencontrarse uno consigo mismo.
Vivimos agazapados sobre los detalles mínimos a nuestro alcance y llegamos a convencernos de que esa es la auténtica realidad. Convencidos o resignados, estamos instalados en esta polémica de manera permanente; no aparece el tono resolutivo por ninguna parte. Aunque miremos las mismas cosas, cada quien ve cosas con matices diferentes y la disyuntiva permanece abierta.
La crónica vivencial, por sí misma, es un continuo envolverse de posibilidades para sobrevivir. Así, cada nuevo despertar tenemos la coyuntura de amar, no en vano somos hijos del amor; también de trabajar, es un derecho y una obligación de todos los ciudadanos; además de contemplar cómo nos movemos y de mirar a las estrellas para poder soñar, con el abrazo armónico hacia ese orden místico del que formamos parte.
Según Aristóteles, Martin Heidegger, Hans- Georg Gadamer y otros pensadores, somos seres hermenéuticos, sociales, lingüísticos. Para Santo Tomás de Aquino, no somos por nosotros mismos pero sí, por el otro, los otros. Sin embargo, no puede negarse que nos estamos olvidando bastante de ello. Se han impuesto, salvo contadas excepciones de Occidente, paradigmas de exagerada competitividad e individualismo, ajenos a la especie.
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