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La vida nos aboca a numerosos caminos, con un enorme muestrario de sensaciones y cavilaciones; aliada con las evoluciones temporales, no permite el devaneo con inclinaciones al reposo. Las vicisitudes son incesantes, emiten toda clase de reverberaciones sobre el conjunto de los seres vivos.
La verdad está ahí, jamás perece, como fruto del amor también sufre nuestro poco aprecio o la ración de indiferencia. Dejemos, pues, que se perpetúe el afectivo/efectivo amar. Es cierto que andamos perdidos en medio de una época de falsedades, produciendo tiempos turbulentos, sin apenas ilusiones para remodelar el futuro.
Salgamos de la confusión, del territorio de la barbarie y de los bárbaros. Así, en el caso de que nos sorprenda algún trance entre la realidad y la conciencia, dejemos hablar al corazón, que es donde está la fuente de lo armónico. Ciertamente, vivimos en el despilfarro del odio; y bajo esta malversación vengativa es difícil reconstruir nada, ni reencontrarse uno consigo mismo.
Vivimos agazapados sobre los detalles mínimos a nuestro alcance y llegamos a convencernos de que esa es la auténtica realidad. Convencidos o resignados, estamos instalados en esta polémica de manera permanente; no aparece el tono resolutivo por ninguna parte. Aunque miremos las mismas cosas, cada quien ve cosas con matices diferentes y la disyuntiva permanece abierta.
La crónica vivencial, por sí misma, es un continuo envolverse de posibilidades para sobrevivir. Así, cada nuevo despertar tenemos la coyuntura de amar, no en vano somos hijos del amor; también de trabajar, es un derecho y una obligación de todos los ciudadanos; además de contemplar cómo nos movemos y de mirar a las estrellas para poder soñar, con el abrazo armónico hacia ese orden místico del que formamos parte.
Según Aristóteles, Martin Heidegger, Hans- Georg Gadamer y otros pensadores, somos seres hermenéuticos, sociales, lingüísticos. Para Santo Tomás de Aquino, no somos por nosotros mismos pero sí, por el otro, los otros. Sin embargo, no puede negarse que nos estamos olvidando bastante de ello. Se han impuesto, salvo contadas excepciones de Occidente, paradigmas de exagerada competitividad e individualismo, ajenos a la especie.
Las ruinas están ahí, por todos los rincones del planeta. Hemos de repararlas en unión y en comunión de pulsos, no hay otro modo de hacerlo. Para ello, tenemos que enmendar caminos recorridos, reconstruirnos activando otra mentalidad menos dominante y más servicial, que al menos sepa escuchar a los oprimidos para entrar en sintonía, y no viva egoístamente en su espacio, donde no impera ni el bien hogareño ni la mirada que nos armoniza.
No sólo ocupamos un cierto espacio, realizamos un sinfín de actividades en sus demarcaciones y recibimos conexiones desde numerosos focos. Son incontables las maneras de percibir esa entente entre una persona y los espacios, las distancias y los efectos se multiplican.
Estamos repletos de debilidades y errores, pero el que tiene un corazón sin coraza, jamás cultiva la estupidez y lo que injerta son sueños de libertad. Ciertamente, el respeto comienza por la aceptación y el aprecio de uno mismo, lo que requiere actitudes abiertas y comprensivas.
En una sociedad enferma nadie suele fiarse de nadie; y esto es grave, muy grave, gravísimo. Sin duda, la situación actual, al igual que la de otro tiempo, debe hacernos repensar en cómo nos movemos y nos socorremos. En efecto, todos precisamos de asistencia en medio de las continuas tempestades vivientes, lo que debe hacernos reflexionar sobre la búsqueda colectiva de lo armónico, más allá de los propios intereses personales.
La vida nos introduce en una especie de templo cósmico que tiene por bóveda los mares celestes y por naves las regiones del mundo; por cuyo interior navegan los seres humanos, a la espera de conciliar mareas y de reconciliar oleajes. Para ello, hay que comprometerse por remar sobrellevándonos mutuamente, mediante una actitud responsable que aminore tensiones con el análogo y disminuya afanes destructivos entre nosotros y con la naturaleza.
Todo tiene un sentido y una orientación, lo que nos exige activar la cátedra viviente a golpe de latidos, que es como se reconstruye la autenticidad y se impulsa las verdaderas fuentes de vida. El encaje de la apariencia, envuelto entre falsos lenguajes mundanos, únicamente ofertan un mercado de vicios y vacíos.
Apelar a la mitología clásica como fuente de metáforas, alegorías o simbolismos es siempre una opción razonable para arrojar luz sobre el caos que nos asedia, al que solemos denominar “mundo”. Por poner un ejemplo, la noción de “hilo de Ariadna”, que a Teseo le sirvió para ahondar en el laberinto y poder abandonarlo tras matar al Minotauro, sugiere una analogía aplicable a diversas escalas.
Un mero crecimiento económico no basta, el avance ha de ser plenamente humano, lo que requiere de un bienestar integral de la persona, en todos los ámbitos existenciales y de modo equilibrado, promoviendo así los esfuerzos conjuntos y cooperantes. Este objetivo debe conducirnos a una mayor concienciación entre sí, poniéndonos al servicio de la ciudad terrenal y del bien común.
El proceso de evolución personal, como un niño que aprende a subir un escalón, se caracteriza por la constancia y la capacidad de recomenzar una y otra vez. Imaginemos a ese niño pequeño que, con gran esfuerzo y determinación, intenta subir un escalón que para él representa un gran obstáculo.
Cuando bebas lágrimas, recuerda los motivos. El mundo tiene que volver a ser una familia, un hogar de luz y certeza, cuya ciudadanía debe comprometerse públicamente en aunar esfuerzos, para poder ofrecer el futuro que queremos. Hoy en día, la urgencia de que todos los pueblos se adhieran, para cumplir la promesa de las Naciones Unidas, nunca ha sido mayor.
Las dificultades afrontadas cada día son obvias y de todo género, nos sacuden desde los sectores más diversos con infinidad de matices. Su reparto tampoco resulta equilibrado, la intensidad de los obstáculos se distribuye en la variedad más absoluta; con el añadido de las variadas capacidades de cada individuo para percibirlos y enfrentarse a ellos.
Desde siempre, tender la mano como verter sonrisas o abrazar al desvalido, ha sido un necesario lenguaje del corazón, que cualquiera requerimos en algún momento, máxime en una época con tantos frentes abiertos y con las barreras de la indiferencia en permanente ejercicio, lo que nos hace que seamos incapaces de finalizar con el maltrato social e institucional.
Ser buen ciudadano significa que seamos virtuosos guardianes de todo lo que nos circunda y tiene vida, comenzando por nosotros mismos en la ayuda. Sin embargo, cuando se desgarra este afán y desvelo, suele producirse un cambio de aires verdaderamente deshumanizador e inhumano.
Ínsulas, islas, penínsulas y continentes. Por pedir, nos apuntamos a lo más grande, con inmensos contenidos e incluso perifollos incoherentes. No obstante, nos encontramos con frecuencia las decepciones más inesperadas, fallan muchas cosas entre tantas grandezas.
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