El sistema económico son los ladrillos; la cultura, la argamasa que los une. A la cultura, como elemento de poder, no se la suele considerar importante. Sin embargo, las élites privilegiadas sí la valoran; saben que las ideas y las convicciones tienen un gran potencial -- recordemos las pretensiones y el chasco del Congreso para la libertad de la cultura--. Tan importante es esa cultura que incluso le han cambiado su signo: de ser la expresión de una realidad se ha convertido en un una ficción que pretende sustituirla.
La gran derrota de la verdadera cultura (verdadera en el sentido de autenticidad) es que ha permitido –no ha habido lucha-- que un sucedáneo la haya sustituido. Un sucedáneo cargado de mistificaciones destinadas a sumir al público en el desconcierto. ¿No es desconcertante que a un luchador a favor de los derechos de la negritud (expresión de Léopold Senghor) se le considere racista y se le censure (cancele) por decir “negro” en su lucha contra el racismo?
Volviendo a las élites, muchos siglos de poder las ha convencido (ellos sí pueden tener convicciones) de que hay que disolver cualquier pensamiento que tenga capacidad cohesionadora y que sea o pueda ser un germen opositor. Algo así como las guerras preventivas. El encono que estas minorías manifiestan contra determinadas ideas podría ser incluso indicio de las virtudes de estas.
Tales élites no tienen una moral, son materialistas (no tenemos principios, sino intereses; no lo ocultan); saben que no es humanamente aceptable que posean en exceso lo que a otros les falta para subsistir. Incluso, aceptando una dudosa legitimidad en sus excesivos privilegios, ¿no son acaso seguidores de quienes predicaban que “el que tiene dos túnicas, comparta con el que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo”. ¿No es esa la base de unos verdaderos derechos humanos cuya columna vertebral es el cómo vive realmente la gente? La Declaración Universal de Derechos Humanos no hace distinción entre derechos económicos, sociales y culturales; y para que no haya dudas, incluso detalla alguno de ellos: el derecho a la alimentación, a la vivienda, a la educación, a la salud, a la seguridad social, a la participación en la vida cultural, al agua y saneamiento y al trabajo. Convertirlos en ariete demagógico no beneficia a nadie a la larga, ni siquiera a los impulsores de semejantes utilizaciones.
Creemos que la bondad de un sistema político se mide en primera instancia mediante la calidad de su enseñanza, de su educación. En unos tiempos en los que se sigue confundiendo valor y precio, hemos de aclarar que calidad no es exceso de cantidad, ya sean presupuestos, horas lectivas, número de profesores, etc., sino todo aquello que desentrañe la realidad, sobre todo la social; una realidad que sólo los ingenuos creen está construida de felicidad. Quien quiere pueblos libres los forma; quien los quiere esclavos los deforma. Si se investiga, se comprobará que ha habido gobiernos aparentemente democráticos que se han opuesto, por ejemplo, a la racionalización de la enseñanza de las matemáticas, las cuales, en un sentido normal de la palabra, no son susceptibles de interpretación política. Es decir, que no se trata de una prevención contra las matemáticas, sino contra el ejercicio de la lógica y de la razón, en definitiva, contra el pensamiento. También hemos de aclarar que no creemos en esa educación como instrumento fundamental de transformación, sino de consolidación.
Esta batalla antiquísima a favor de la confusión ha nutrido a doctrinas religiosas, filosóficas, políticas, económicas, incluso científicas. Cojamos, por ejemplo, dentro del mundo de la religión, la llamada teología negativa o apofática, que afirma o afirmaba que la comprensión de la divinidad es imposible, lo que lleva a un conocimiento místico (mystikós: cerrado, secreto, misterioso) de dios. Es decir, una desorientación que imposibilita rebate alguno. Algo así como combatir contra un ejército de fantasmas. Habría que preguntar a sus profetas cómo, entre tantas opciones religiosas, se puede optar por algo que anticipa su indefinición.
En el mundo de la nueva cultura vemos todo un conjunto de conceptos inteligibles, escurridizos, anfibológicos, que se pueden utilizar según convenga, ya sea por el anverso o por el reverso, y que adulteran la argumentación racional, o si se prefiere, usual –la razón brilla más por sus ausencias que por sus presencias--. Esta labilidad ha sido posible gracias a una previa dosificación que ha desmontado pacientemente gran parte de la cultura anterior, labrada durante siglos mediante aceptaciones y rechazos.
Más que poderoso, es un pensamiento con poder (un dato que no reconocen quienes lo idolatran, convencidos de su superioridad intelectual) gracias a unos medios del que carecen los demás Un pensamiento que según Marcuse se “autovalida” (y que, añadimos nosotros, invalida a los demás con campañas y leyendas negras que lamentablemente son asumidas por sus propias víctimas. El hispanismo tiene un contencioso no resuelto que hipoteca su desarrollo). Ese pensamiento se va imponiendo blandamente, sin ideología (aparente) ni compromiso social (más bien compromiso antisocial). Ya nadie se acuerda de los famosos yuppies (del inglés young urban professional, jóvenes profesionales urbanos), que iban a resolver los problemas del mundo. Las patas más fuertes que sostienen a este pensamiento--movimiento son la crítica al racionalismo, el eclecticismo (lo que le permite aliarse a lo que le convenga en cada momento) y el relativismo. Sus ideas son incuestionables, pero para los demás fomenta un nihilismo que significa asentar los pies en la nada.
Como ejemplo de esa doble cara, extraño –seamos cautos; en este mundo traidor no se puede poner la mano en el fuego por nadie —que alemanes e ingleses hayan encausado o quieran encausar a Waters (El muro, Pink Floyd), por antisemita cuando está criticando precisamente a quienes enaltecen a unos antepasados que sí persiguieron a los judíos. Cabe la pregunta de si la justicia forma parte de la cultura. Veamos, entre los mucho que hay, unos principios generales del derecho: “El Derecho consiste en tres reglas o principios básicos: vivir honestamente, no dañar a los demás y dar a cada uno lo suyo. Es el arte de lo bueno y lo equitativo”. ¿Hay algo más prácticamente cultural en cuanto que cultiva la paz?
Esa cultura aparentemente blanda, por lo visto tiene la capacidad de disolver a las demás. Ella no tiene problemas en cuanto carece de credo y puede adoptar cambiantes apariencias (por ejemplo, el actual interés por lo vikingo, en casi antítesis de lo romano. ¿Choque de civilizaciones muertas?). La estructura central de ese pensamiento está envuelta y protegida por multitud de vendajes multicolores y férulas de corrección indiscutible. Ecologistas para los otros, horadan inmisericordemente tierras propias y ajenas (recuérdese a quiénes se les envían los residuos tóxicos). Indigenistas donde esa identidad debilite a otra nación o estado, no sería extraño encontrar reservas en sus territorios. Perseguidores de las xenofobias ajenas, xenófobos radicales si beneficia a sus fronteras. Promulgadores de normas raciales y paradójicamente críticos con los que las denuncian porque exacerban, dicen, la discriminación. Puritanistas donde la libertad sexual libera el pensamiento. Hipersexuales donde haya que introducir conflictos de sexo. Separatistas fuera y con un estado controlador dentro, etc. etc. Y todo ello adobado con criterios emocionales que confunden la razón. Y para coronar la obra, la regla suprema de la corrección política, mediante la cual apenas se puede abrir la boca, so peligro del reproche social. Pero ¿qué reproche social? ¿Acaso la opinión pública, las ideas, no emanan de una fuente inductora que controlan muy pocos –por supuesto no sus estrellas automáticamente parlantes--? Recordamos a un gran escritor –dicen—de thrillers que pontificaba sobre problemas de un territorio que ignoraba donde estaba. Pontificación que no pasaba de propaganda. He aquí una labor ímproba para la prensa verdaderamente libre.
En definitiva, la misma versión de lo que comenzó a mediados del siglo XX (mayo del 68, contracultura, pensamiento débil, pensamiento único, pensamiento líquido, corrección pensante, choque de civilizaciones, fin de la historia…), pero con tintes más audaces y contradictorios. Si está casi aceptado que el mundo se desarrolla constantemente a golpe de enfrentamientos entre ideas y contraideas para dar un salto cualitativo y sintético, ¿qué mejor escaramuza que alterar (mistificar) la idea e introducirse en la contraidea para hacer fracasar la síntesis evolutiva?
Nos hemos referido al mayo del 68 porque hace poco fue su 55 aniversario. Los franceses, más tarde, lo definieron como movimiento li-lis (liberal-libertario) y bo-bos, (bohemio- burgués). Se podría decir que se juntaron el hambre social con las ganas (¿exteriores?) de derribar. ¿Criticamos el movimiento en sí? En absoluto, porque es asunto que requiere de conocimientos amplios e información especial, y significa dudar de la buena fe de los participantes, aparte de que es asunto de su país. Cada cual con su soberanía. Lo que se quiere decir es que en esos juegos puede haber ambivalencias, y no todo ha de ser lo que parece. Curiosamente, poco antes, De Gaulle, nacionalista y soberanista –resumámoslo así— había sacado a Francia del mando militar de la OTAN, había criticada la actuación militar de Israel y en Canadá había insuflado ánimos a los quebequenses. Tras el movimiento de mayo ¿se debilitó el sistema? En absoluto, se disfrazó mejor. De Gaulle dimitió y cayó definitivamente, las izquierdas (al principio remisas a un movimiento espontaneísta) perdieron las elecciones, los trabajadores no consiguieron un cambio político de progreso social y de democracia, tal como demandaban, y los estudiantes volvieron a las aulas a labrarse un futuro prometedor. No debemos olvidar a los inefables Cohn-Bendit (franco alemán, anarco-verde y luego político de profesión por su permanencia) y Alain Krivine (franco ucraniano y miembro en su momento del secretariado de la IV Internacional), elementos importantes de lo acontecido.
Además, esa cultura argamasa tiene múltiples manifestaciones, entre ellas la musical. La canción francesa empezó a declinar (Alain Barrière, por ejemplo, remiso y consciente de lo que venía) y los Beatles y los Rolling Stones (con su doble lengua, carnal e idiomática) fueron sustituyendo imbatiblemente a las músicas nacionales –si no localícese cualquier emisora de radio actual--. La palabra se cambió por el sonido. Los dirigentes políticos de masas fueron sustituidos por héroes musicales. Las asambleas multitudinarias de contenido político declinaron y fueron substituidas por lo que hoy se llaman music festivals de lo que sea. Si antes el Premio Nobel lo ganaba un Sartre, hoy lo gana un Bob Dylan, quien imitó a Sartre en lo de no ir a Estocolmo (Sartre porque no aceptó el premio; Dylan porque fue otra en su lugar). 950 mil euros. Efectivamente, la respuesta está en el viento, no en las bibliotecas; aunque las páginas de los libros sean alas, si nos ponemos líricos.
En esa eclosión anglófila, en el mundo hispano Borges decía que leyó el Quijote en inglés y que en español le pareció una mala traducción. Pura batalla cultural, no cabe duda. Dijo más cosas, pero no es el momento. Y nosotros aplaudiendo y cargando nuestras expresiones de anglicismos. Ante a esas culturas ocupadoras, los países más débiles creyeron que mediante la imitación superficial recibirían respeto y desarrollo, sin percatarse de que les habían introducido un caballo de Troya cultural destinado a debilitar, si no sustituir, su identidad verdadera. La no indagación no es una excusa, es una imprudencia.
En este batiburrillo, no es extraño que críticos con todo esto, (separatismos, hormonamientos, cancelaciones, reseteos, normativa Euro 7, Agenda 2030, erradicar de Holanda la agricultura y la ganadería, destrucción de presas, tomates de Marruecos, mitificación de adolescentes a lo Greta Thunberg --candidata también al Nobel--, y algunas de ellas vinculadas a grandes lobbies financieros internacionales, que proclaman fines filantrópicos), reaccionen yéndose a extremos afilantrópicos de uno y otro lado, que eso del buenismo, el abrazo y la carcajada no les cuadra entre tanto sueldo millonario. Luego se dice que no hay dinero.
Repudiando muchas de esas ideas y muchos de los grupos que las sustentan, les agradecemos su sinceridad –y que encima entendamos lo que dicen, que no es poco-- al mostrase portadores de una identidad determinada. Pero, ¿qué decimos? si en esta palabra también hay trampa. La identidad ya no significa cohesión, sino disolución --¿cómo convivir unos con otros cuando nuestros particularismos pueden ser sustituidos por particularismos extraños enfrentados?--.
En definitiva, que cada vez que veamos o intuyamos una operación que lleve al “divídete”, nos preguntemos inmediatamente a quién beneficia (ellos no se dividen, al revés, se fusionan). Gastado por repetido el divide y vencerás, se ha convertido en disuelve y liquidarás. Así lo entenderemos en clave actualizada. En realidad todas estas son ideas antiguas recicladas. Si lo que pretenden es que no haya frentes sólidos, qué mejor que enfrentar al mundo mediante etnias, sexos (géneros), tribus, --urbanas o no--, identidades y desidentidades, tatuados y sin tatuar. En semejante miríada de concepciones, sería extraño que no surgieran conflictos destructivos entre ellas. Y si quedan reminiscencias de la congruencia, de lo definible, de la lógica, de la inteligencia, incluso del instinto y hasta del sexto sentido, creemos un transhumano suspendido en el vacío. ¿O habría que decir en el metavacío? Heidegger decía, “la nada nadea”.¿Comenzaría todo así?
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