Hay gentes tan llenas de sentido común, que no les queda el más pequeño rincón para el sentido propio. Miguel de Unamuno
Generalmente se entiende por “sentido común” a la facultad natural que tienen los seres humanos para juzgar rectamente aquellas cosas que les son “comunes” a la gran mayoría de los miembros de una comunidad. Visto así, sería como una capacidad que tienen las personas para poder discernir (razonar) y tomar las decisiones correspondientes, las cuales se estiman lógicas y pragmáticas en situaciones cotidianas. Se suele creer también que dicho “sentido” se sustenta en el conocimiento adquirido en la experiencia, a lo largo de la vida, mediante una comunitaria intervención activa de la observación de nuestros entornos que nos proporcionaría una “guía” de comportamientos y juicios para que podamos enfocarnos y enfrentar las vicisitudes diarias mediante la toma de decisiones aparentemente sensatas y coherentes.
Pues bien, queridos amigos, si bien utilizamos el concepto permanentemente, de acuerdo a nuestro antojo y conveniencia, tal vez es necesario que hoy lo analicemos filosóficamente con el fin práctico de exponer que aquello que consideramos “sentido”, tal vez no tenga sentido alguno, y lo que llamamos “común” sea, en realidad, una ficción nostálgica de tiempos en los que nuestra sociedad no estaba tan marcada por el amor a la atomización y separación del individuo de su contexto social.
Una buena forma de comenzar a tratar el problema del “sensus communis” es preguntándonos ¿cómo surge esto?, ¿cómo se impone con tanta fuerza esta sensación de igualdad de pensamiento que representa la idea misma de un sentido común?
Es evidente que lo común actualmente se refiere específicamente al ámbito del “se dice tal cosa” o “se estila hacer esto de tal forma”, el cual se instala socialmente mediante la aplanadora publicitaria que representa los medios masivos de comunicación tradicionales y el abanico de redes sociales. Así es como nos llega “lo común”: un bombardeo permanente y poco inocente de intencionalidades que apuntan a la eliminación total de las diferencias propias de un pensamiento crítico y a la construcción de una existencia que voluntariamente abandona la posibilidad de decidirse “a partir de sí” para ser dicha y hecha desde afuera.
Un claro ejemplo de lo que acabamos de afirmar se encuentra en la facilidad con la que se instala el miedo y la paranoia en todas las sociedades. El procedimiento es bastante sencillo: se disemina una cantidad considerable de noticias sobre un potencial peligro climático, de salud, de guerra, económico y/o social para que en breve se convierta en el tema inescapable de conversación circunstancial y cotidiana que nos mantenga “pre-ocupados” permanentemente. Cuando finaliza la pandemia, la guerra, la crisis económica, el estallido social, no se preocupe, siempre hay más contenido para que nos volvamos a estresar y entrar en pánico como modo de entretenimiento social. Tampoco se preocupe tanto si le suben demasiado las pulsaciones por semejante angustia proferida desde afuera ya que siempre estarán a mano los psicofármacos que nos calmen y nos induzcan prontamente al sueño reparador, necesario para que cada vez ejercitemos menos ese antiguo deporte que solíamos llamar “pensar”.
Como habrán podido apreciar, amados lectores, eso de “lo común” tiene más que ver con lo que juntos consumimos simultáneamente y no tanto con lo que juntos podamos acordar mediante el razonamiento y el diálogo. Presentado de esta manera, “lo común” en este caso se representa en el monopolio de la “verdad” que se piensa desde fuera del sujeto y que nos convence que estamos pensando “a la par”, cuando en realidad, lo que estamos haciendo es repetir al unísono, como loros, aquello que se presenta como indiscutible y evidente. De más está decir que en este marco de situación es básicamente imposible la contraposición de ideologías divergentes, de discursos que sostengan distintos enunciados de verdad y de convicciones que pretendan ser antagónicas: a lo que apunta “el sentido común” mediático postmoderno es estrictamente a la sociedad de Lo Uno, la cual se apropia, infiltrándose, del espíritu democrático per se, conquistando de esta manera un poder que aniquila lo que es realmente plural y múltiple. Al unificar, globalizar, englobar y eliminar cualquier divergencia, la lógica de “lo común” cosifica al sujeto, lo convierte en producto útil en sus engranajes de la reproducción indefinida.
Aquí, en este punto de aparente no retorno, viene a asistirnos el desconfiado serial de la filosofía moderna, René Descartes, quien nos legó un lema que se repite mucho y se entiende poco: “pienso, luego existo” o “pienso, luego soy”. ¿Muy bonito verdad? Ahora bien: cuando compartes una fake news en tu red social, con el mínimo interés de chequear su veracidad; cuando le das “like” a afirmaciones de emblemáticas figuras mediáticas sin siquiera chequear la posibilidad de encontrar allí alguna falsedad; cuando se descalifica e insulta burdamente en redes sociales a cualquier usuario que no está de acuerdo contigo y tu paquete de convicciones de dudosa procedencia y bastante flojas de papeles: aparece René y su genio maligno, y te miran con desdén.
El sujeto cartesiano se fundó en la capacidad de desconfiar de absolutamente todo lo que se le presente como evidente: yo sé que pienso porque puedo dudar, puedo desconfiar, puedo chequear y contrastar, puedo preguntar, puedo informarme e incluso, si me pongo un poco las pilas, puedo demostrar la falsedad de muchísimas proposiciones del “sentido común” que nos son dadas como indiscutibles. En este sentido, queridos lectores cibernéticos, el primer paso para darnos cuenta que somos capaces de pensar verdaderamente es decir “NO”: no voy a creer a ciegas en absolutamente nada que se me pretenda imponer como claro y distinto. Negarse a la posibilidad de ser parte de la cadena interminable de parlantes repetidores seriales es, sin duda alguna, la mejor forma de afirmarnos y estimarnos a nosotros mismos.
He aquí la importancia del pensamiento: no sólo nos constituye, nos da entidad, nos permite abandonar el estatuto de cosa útil que somos cuando somos serviciales con la existencia del “se dice”, sino que también nos da lo más importante, aquello por lo cual vale la pena estar vivo de verdad: la libertad. Un sujeto crítico, que siendo respetuoso con las discrepancias es capaz de argumentar por su cuenta cuando se le presenta un desacuerdo, es sin dudas un sujeto libre. Y créanme, estimados, no hay nada más molesto para el normal funcionamiento de la reproductividad de necios que uno se ponga a pensar: es que nos han querido convencer de que es lo mismo “libertad de expresión” con “libertad de agresión” mediante la supuesta incorporación de un irrestricto respeto despótico por pautas minoritarias a las cuales, si uno no adhiere en su completitud, pasa a ser catalogado con los peores de los epítetos disponibles en las góndolas del supermercado de las modas de lo políticamente correcto.
Pretender dudar, o querer pensar, es liberador en cuanto nos percatamos, inmediatamente, que cuando queremos pensar (y no ser pensados) surge al instante una resistencia feroz, violenta, injusta y naturalizada por “el común” de nuestros conciudadanos. El desprecio al desacuerdo es la prueba cabal de nuestra irrestricta libertad conquistada por la vía del pensamiento crítico: no querer ser manipulado, dominado, domeñado, no querer que me utilicen como medio de reproducción de políticas y agendas para poder así formar mis propias ideas, tener mi propio criterio y tomar, en consecuencia, mis propias decisiones son las actitudes más reprendidas, castigadas y atropelladas por una sociedad que ha normalizado a lo largo de la historia destrozar aquello que se presente como potencial desequilibrio del “sentido” normal establecido.
A pesar de lo precedentemente enunciado, hay esperanza. En todos los tiempos de nuestra humanidad, al menos de los que tenemos registro, existió esta situación, esta agónica tensión entre pensar, o ser pensados, interpretar, o ser interpretados, vivir, o trascurrir en el tiempo y el espacio de manera accidental y útil para otros. La esperanza radica en nuestra capacidad de pensar, la cual buscará siempre redención y resistirá a cuanto embate aparezca en cualquiera de nuestras épocas. El poder siempre apunta a la homogeneización, a la unificación, a la cosificación y utilización de nuestras consciencias, y eso no es algo que deba asombrarnos bastante: lo que debe realmente preocuparnos es que el contrapeso a dicha presión, cada vez, tiene menos resistencia, paradójicamente en tiempos en los que abundan los recursos asequibles para conocer, expresar y dudar.
Así estamos.
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