En los dos anteriores artículos de opinión que elaboré, titulados Legitimando las desigualdades (I) y Legitimando las desigualdades (II), emití una serie de reflexiones entorno a las desigualdades. Como bien expuse, los artículos de opinión se basaban en un debate que tuve hace unos meses con Rosenthal sobre esta temática. En este tercer artículo, pretendo acabar de desarrollarla.
Rosenthal apela a la solidaridad para avanzar hacia una sociedad mejor en su conjunto, remitiendo a la vez que existe una desigualdad previa. Según ella, las desigualdades deberían reducirse, y por lo tanto, son en sí mismas negativas o incluso las podría calificar como injustas. De esta premisa se justifica, bajo su punto de vista, la intervención de la administración pública, justamente para perseguir el fin indicado. A partir de este posicionamiento, pretendo exponer las cuatro razones restantes sobre la legitimidad de las desigualdades. Como también se ha reflejado en los otros dos artículos, en la formulación de las mismas se introducirán las críticas de Rosenthal, así como las refutaciones correspondientes a estas críticas.
El cuarto motivo puede iniciarse a partir de una crítica hacia las desigualdades sociales. En este sentido, en muchas ocasiones se apela a que la desigualdad es perjudicial a nivel económico. Este argumento se basa en proclamar que las clases sociales más bajas no tendrán suficiente capacidad económica para acceder a determinados productos o servicios del mercado. En consecuencia, el círculo virtuoso económico, basado en incrementar al máximo las actividades económicas, se ve limitado y reducido por la desigualdad social.
No obstante, este argumento tiene un componente falso, ya que se confunde desigualdad con pobreza. O dicho de otro modo, se atribuye que necesariamente la desigualdad social evoca a que las capas sociales más bajas estén en un estado de pobreza. En este sentido, una sociedad puede ser muy desigual -situación “A”-, pero que las personas de la clase social más baja tengan un poder adquisitivo mayor que la clase social más alta de una sociedad muy igualitaria, pero caracterizada por una gran pobreza -situación “B”-.
En este caso, es razonable pensar que la situación “A” es mejor que “B”, siempre y cuando el logro de “A” no sea a costa de “B”. Y de hecho, la humanidad debería alegrarse de una sociedad muy desigual, pero en la que todas las personas -o prácticamente todas- pueden cubrir sus necesidades fisiológicas y de seguridad, apelando a la jerarquía de necesidades de la pirámide de Maslow. Y es que, es una situación mucho más favorable que la sociedad tan igualitaria, ya que los ciudadanos de ésta tienen graves dificultades para cubrir ambas categorías de necesidades.
En este sentido, el argumento de que lo fundamental es la actividad económica, puede ser totalmente realizable en una sociedad desigual como la descrita en la situación “A”, ya que incluso las personas de la capa social más baja tendrán un nivel adquisitivo suficiente como para contribuir en este círculo virtuoso de la economía, y por lo tanto, tendrán la capacidad para estimularla. En definitiva, el problema a nivel económico es la pobreza y no la desigualdad.
El quinto motivo se basa en proclamar que la cohesión social, que es uno de los grandes motivos por los cuales se justifica la redistribución de la riqueza, no disminuirá necesariamente si existen desigualdades económicas, sino nuevamente con la pobreza.
Las personas que no tienen ningún ingreso económico son las que no tienen tanto a perder y las que pueden acabar asumiendo un mayor riesgo para lograr cubrir sus necesidades básicas. Por ejemplo, los robos o los hurtos, que puedan responder a extremas situaciones de necesidad económica, están relacionados a situaciones de pobreza, ya que en la situación “A” no se producirán ambos delitos por este motivo. Además, éstas personas también podrían canalizar su rabia y preocupación por su situación de carencia de ingresos a través de actos vandálicos.
A parte de esto y para ser justos, la cohesión social también se construye en base a muchos otros factores que no están relacionados con el objeto del debate, y que por lo tanto, no se pretenden desarrollar. En cualquier caso, es importante tenerlo presente para no efectuar un análisis reduccionista del fenómeno.
En cuanto al sexto motivo, querer reducir las desigualdades sociales -hay que tener presente los dos argumentos anteriores- únicamente puede estar motivado por la envidia. Es decir, un individuo puede querer estar en la situación de otro con mayor capacidad económica y al no poderlo conseguir a través de sus propios medios puede llegar a tener una sensación de rabia. De este modo, puede querer transformarla en acción, apostando por la coacción estatal para poder ser beneficiario de ciertas prestaciones o servicios, y en consecuencia, poder situarse en la situación envidiada o en una similar. En cualquier caso, es evidente que justificar la acción política explícitamente o implícitamente a partir de la envidia es pervertir la política.
En este sentido, Rosenthal incluso se atreve a defender que la envidia puede ser un problema a paliar desde las estructuras del Estado. Como réplica, considero que legitimar la acción política para extingir o reducir la envidia puede provocar una sociedad caótica y profundamente perversa.
Imagínense la persona “A”, la cual tiene envidia de su vecino porque tiene un coche de la marca Mercedes. ¿El Estado debe introducirse en este problema -lo califico como personal, indudablemente- y entregarme a mí un Mercedes para extingir mi envidia? O aún peor, ¿Está el Estado legitimado para expropiar el Mercedes a mi vecino con la finalidad de que mi sensación de envidia quede eliminada? Incluso si consideraramos estas dos opciones como positivas o válidas, mi envidia se podría continuar produciendo en muchas otras circunstancias, y siguiendo la lógica de este argumento, el aparato estatal debería responder constantemente. Si a eso le sumamos todas las personas que puedan tener en algún momento u otro envidia, la administración pública destinaría múltiples acciones y recursos a este fenómeno. En cualquier caso, queda claramente demostrado el contenido perverso del argumento de Rosenthal.
En referencia al séptimo motivo, desde la socialdemocracia hay una cierta obsesión por poner el foco en las desigualdades por razón de renta o riqueza, cuando hay desigualdades mucho más relevantes. Por ejemplo, la persona “A” puede recibir una herencia -se podría debatir sobre este tema ampliamente, pero tampoco es el objeto de este debate- de una cantidad muy elevada, no obstante, si no sabe dar rendimiento a ésta, progresivamente disminuirá su valor. Por este motivo, hay desigualdades que son más trascendentales que otras, pero muchas no se pueden paliar mediante la redistribución de la riqueza. No se puede redistribuir el talento o el rendimiento -entre otros aspectos- a partir de la lógica de la suma zero, como sí se efectúa con los recursos económicos. Como máximo, se podrían utilizar los fondos públicos para entrenar a aquellas personas que necesitan desarrollar ciertas capacidades, pero este tema ya ha estado refutado en el artículo anterior, y concretamente en el tercer argumento.
En definitiva, la socialdemocracia tiende a caer en el reduccionismo y no pone la atención en las desigualdades más importantes. Y quizás esto es así intencionadamente, en motivo de no haber capacidad política al respecto, como debidamente se ha justificado.
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