No poseemos los humanos, de momento, el bíblico “don de lenguas”, si bien la inteligencia artificial está a punto, si no la ha conseguido ya, de proporcionarnos uno tipo prótesis, artificio que convertiría el aprendizaje de lenguas en cuestión de placer y no de necesidad. Sin embargo, aún pugnamos por el idioma, tal vez por aquello del 'Volksgeist', ese espíritu del pueblo, encarnado en la lengua, y tan caro a todos los nacionalismos. Hegel fue el padre de la criatura, que se plasmó en la nueva religión de la nación exacerbada y trasformada en un nuevo universal para encuadrar a los individuos independientemente de su voluntad.
Eric Hobsbawm, historiador británico y, a pesar de ello, marxista, identificó el nacionalismo como ideología instrumentalizada por una oligarquía valiéndose de la ignorancia del pueblo para someterlo a la dictadura del sentimiento. Llegó a aseverar que “las lenguas nacionales son casi siempre conceptos artificiales y de vez en cuando, como el hebreo moderno, virtualmente inventadas”. Así pues, un marxista persistente, como fue el autor de la sentencia, receló bastante del nacionalismo como vehículo de ingeniería social e impulsor, en tiempos modernos, del monolingüismo por las bravas.
El lenguaje es instrumento privilegiado de edificación de identidades e indispensable, de momento, para construir naciones. Estas no existen desde la noche de los tiempos, sino que son constructos políticos. De ahí que quienes se hallan en la circunstancia de erigir una no puedan admitir otra lengua que la propia. En la España de hoy, el poder político otorgado a los nacionalistas en sus ámbitos administrativos les ha permitido ir articulando poco a poco su nación (no se trataba solo de dinero o transferencias, como pensaron los dirigentes de la España común que necesitaron de ellos), y en ese proceso la lengua común no resulta admisible.
Explica ello el esperpento de los pinganillos, sainete surrealista y zafio para resaltar la inexistencia del idioma franco que todos hablamos. Viene a la memoria el recuerdo de los aspectos esperpénticos de la Primera República, compendiados en la afirmación, probablemente apócrifa, del primero de sus presidentes, Figueras, antes de exiliarse en Francia dejando su puesto, y que venía a decir algo así como “estoy hasta los cojones de todos nosotros”. Se refería Don Estanislao, en el caso de que la frase hubiera sido pronunciada, o pensada, a toda la cadena de absurdos encadenados desde la proclamación del nuevo régimen, con él mismo al frente, y que continuarían tras su renuncia, verbigracia el cantonalismo, cuyos pormenores y anécdotas darían por si solos para todo un ensayo. El caso es que el “Spain is different” puede nutrirse no sólo de los talantes, ya clásicos, relacionados con el exotismo. Está asimismo el surrealismo recurrente que aparece y desaparece. Lo de lo pinganillos, sin ir más lejos.
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