A veces hay personas buenas, que sufren injusticias, dolor, penalidades. Pueden ser desastres naturales como inundaciones o terremotos, no entendemos por qué pasa. Nos parece que debería haber un orden mejor, que entendiéramos, pues nos desconcierta. Pero algo nos dice que hay un sentido escondido en todo ello.
Kierkegaard dice que el hombre es una síntesis de finito e infinito, temporal y eterno, libertad y necesidad... sin duda, el sufrimiento es un punto límite de esa síntesis, entre los dos extremos; pero no siempre lo vemos y aprovechamos, sino que las neurosis pueden atacarnos al no entendernos, o caer en adicciones como analgésicos, alcohol u otras drogas, excesos sexuales o furor por el trabajo, agresividad etc. La tristeza es difícil de controlar, quizá antes había más capacidad de afrontar los traumas, pero la falacia del Estado del bienestar nos oculta la realidad oscura de las cosas. Muchas veces sufrimos, por ejemplo por una pérdida, pero el dolor de la pérdida es el precio de haber amado, es peor no saber amar, mejor sufrir que no amar. Y esto es aplicable a todo sufrimiento. Podemos madurar en una comprensión de amor de lo que nos pasa, donde confiamos en que todo será para bien.
Tener dudas es humano. Y buscar respuestas también. Pensamos que todo tiene un "porqué", que formamos parte de algo más grande que nunca alcanzamos a ver por completo. Y ahí, así como las oscuridades forman parte de un cuadro resaltando la luz, esas partes oscuras de la vida deben de tener algún sentido escondido que no alcanzamos a comprender.
La sabiduría popular lo ha resumido diciendo que "no hay mal que por bien no venga". Elisabeth Kübler-Ross dijo: "No existen errores, ni coincidencias. Todos los acontecimientos son bendiciones que se nos dan para que podamos aprender". Pero ¿aprender qué?
La crisis siempre tiene dos caras, dificultad y oportunidad. Las dificultades tienen un valor para crecer. El historiador Toynbee dice que las civilizaciones crecen con las dificultades, las naciones que más se han desarrollado han sido las que han tenido que luchar contra los desafíos que sufre, tanto dificultades de la naturaleza como de los demás pueblos; piensa que cuando un pueblo no tiene retos no crece. Por ejemplo Egipto, que tenía que administrar el agua del Nilo, tuvo un crecimiento mucho más alto que pueblos del África tropical que les bastaba alargar la mano para tomar los frutos que la tierra les daba.
Por eso, "si un día el dolor llama a tu casa, no grites, no cierres puertas y ventanas, más bien ábreselas. No digas que se ha equivocado de puerta, que no ha llegado aún tu hora y que tenía que haber ido a casa del vecino. Ábrele la puerta para que entre. Dale el lugar de honor. Siéntate a su lado. Ofrécele el sitial para el huésped esperado. Y, sobre todo, no te lamentes: tu voz te privaría de oír su palabra, si es que tiene algo para revelarte enseguida. Estate atento, porque al lado del dolor siempre está el ángel invisible y mudo que, en un momento determinado, se te aparecerá para hacerte señal de inclinar la cabeza" (de un ciego, lo cuenta J. M. Alimbau, en "Palabras para la vida"). Recuerdo que en el hospital de la Caridad, en Sevilla, visitando enfermos en la sala Virgen de los Reyes dedicada a tuberculosos, me decía un hombre a quien un tren le había cortado una pierna, desahuciado en aquella sala terminal, lo feliz que era y lo agradecido que estaba a Dios y a la vida, con multitud de detalles.
¿Cómo es posible eso? Me recuerda lo que decía la premio nobel de literatura Doris Lessing: "Escogí, como protagonista de una novela, a una mujer con una experiencia muy limitada y muy convencional. La mujer decía: `Tuve unos padres maravillosos, una infancia feliz, un matrimonio perfecto, unos hijos adorables y dinero suficiente para comprar lo que quisiera. Lo tenía todo. Apenas había sufrido´. Un día su marido murió de repente. Y entonces se convirtió en un ser humano". Conozco muchas personas que ante una enfermedad, una desgracia, dieron un salto en su evolución.
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