Surgió el carlismo en la España decimonónica, y en el contexto de la designada por los historiadores como crisis del Antiguo Régimen. Reinaba Fernando VII y brotaba el nuevo ideario como alternativa ideológica y sucesoria allá por la década absolutista.
Postulaban los carlistas originales, además de la continuidad dinástica en la persona de Carlos María de Isidro en base a la ley Sálica, los principios del absolutismo y del Antiguo Régimen, que no eran otros que la concentración de poderes en la persona del monarca y la desigualdad jurídica, esto es, el privilegio, tanto el estamental, que afectaba a los individuos, como el territorial, el de los fueros, solo conservados entonces por las provincias vascongadas y por Navarra gracias a su fidelidad a Felipe V, el primer Borbón, durante la Guerra de Sucesión.
En ese tiempo, los carlistas eran los carcas, calificativo que, como acepción ideológica, nació para designar a sus partidarios. Frente a ellos, emergía la uniformidad del Estado liberal: uniformidad territorial, plasmada inicialmente en la división provincial de Javier de Burgos, que es la que llega a nuestros días con alguna leve diferencia, e igualdad de los ciudadanos, que ya no súbditos, ante la ley. Deletreando para el presente, constituían los carlistas la España reaccionaria y ultracatólica frente a la España del progreso, la liberal e isabelina.
Hubo tres guerras carlistas. Tras la última, y en los inicios de la Restauración canovista, se abolieron los fueros, que regresaron pronto a través del concierto económico de 1878, pues hasta un sector de los liberales se vio afectado por el virus. Y, poco después, a finales de siglo, emanaron del tronco carlista, y del fuerismo, los embriones del nacionalismo vasco pergeñado por Arana. Se puede decir que el carlismo, gran parte del cual derivó hacia la vía integrista, dejó una impronta que marcó a los nacionalismos periféricos, y no solo al vascongado, pues el discurso o relato que lo definía, particularismo y derechos ancestrales versus uniformidad del Estado centralista, acabó por formar parte del imaginario de los independentistas de hoy, aunque fuera solo como punto de partida.
La cuestión principal, en relación con el asunto, estriba en discernir si los derechos son de los territorios o si lo son de los ciudadanos. Las revoluciones liberales se hicieron para implantar estados uniformes con estricta igualdad ante la ley, en la vía del denominado jacobinismo. En el polo opuesto estuvieron, en el caso de España, los carlistas, abogando en favor de los fueros y la tradición. Pero, claro, en la España de entonces, como en la Europa de entonces, el progreso estaba de parte de los liberales, condenados incluso por la iglesia durante gran parte del siglo. Es decir, que se ubicaban los amigos de la igualdad ante la ley del lado de los buenos si miramos ese pasado con ojos del presente, utilizando el anacronismo hoy tan en boga.
Pero las cosas parecen haber cambiado, y lo que fue progreso es ahora reacción y viceversa. Pactar con los epígonos del carlismo se presenta hoy como progresismo, al tiempo que se considera como reaccionaria la postura contraria. “Cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras”: aunque la frase no aparezca realmente en El Quijote, viene muy al caso en relación con lo hasta aquí expuesto.
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