De joven, Ariel Dorfman fue asesor del presidente chileno Salvador Allende. Compartió sus últimos años con él y únicamente un fortuito cambio de turno laboral evitó que falleciese en el asalto que el ejército golpista, dirigido por el general Pinochet, efectuó al Palacio de la Moneda, sede del presidente de la República de Chile. Las acometidas y bombardeos se sucedieron hasta que los insurgentes penetraron en el interior del edificio. Y alli, muerto, estaba Salvador Allende.
¿Asesinato? ¿Suicidio? Esta cuestión, los recuerdos y una innegable necesidad por dejar constancia de todo lo que entonces acaeció, fue lo que movió a Dorfman a escribir ‘Allende y el museo del suicidio’, editado por Galaxia Gutenberg, un texto que ha permanecido en su mente, callado, latente, vivo, a lo largo de buena parte de su vida. Y el libro aparece justo ahora, en la conmemoración del luctuoso cincuentenario de aquel trascendental momento. Allende, en contra de lo que había sucedido en otros países latinoamericanos, había accedido al poder a través de la vía pacífica y democrática de unas elecciones. Ningún sobresalto violento en su proclamación como presidente.
Nada. Había ganado su derecho a presidenciar de forma canónica, a través de las urnas. Durante los tres años que permaneció en el gobierno acometió reformas para transformar la realidad chilena. Sin embargo, no le permitieron concluir la tarea recién iniciada. Y el once de septiembre de 1973 Salvador Allende falleció, armado con una subametralladora, durante el ya mencionado ataque al Palacio de la Moneda. El golpe de estado se había consumado. Ariel Dorfman (Buenos Aires, 1942), se instaló de muy joven en Chile. Tras haber colaborado con el presidente depuesto, huyó del país y se convirtió en voz referente para luchar por la defensa de los derechos humanos. Su obra de teatro ‘La muerte y la doncella’ (1990), estrenada en Santiago de Chile en el año 1991 y llevada al cine por Roman Polansky poco después, constituye una buena muestra de ello. Desde el otro lado del charco, a través de un cuestionario, Ariel Dorfman tuvo la amabilidad de contestar a mis preguntas. No guardaré el recuerdo de su voz, pero sí el de sus respuestas escritas. Fueron estas.
P: Ariel, después de llevar casi toda la vida haciéndolo, ¿qué significa para Vd. la escritura en la actualidad?
AD: Desde que comencé a escribir a la improbable edad de nueve años, sentí que estaba llenando un vacío, tanto en mi interior como en el mundo, supliendo con mi imaginación los límites que la realidad y la historia me imponían. Y que ese ejercicio literario era una manera fascinante de derrotar la soledad, porque siempre supuse que iba compartiendo la belleza que descubría con otros seres humanos, nos hacíamos compañía mutuamente sin estar presentes físicamente. Nada de ello, ni mi obsesión personal ni mis deseos de un colectivo redentor, ha cambiado en más de siete décadas.
Sigo pensando que no hay mejor antídoto contra la muerte – o por lo menos nos ofrece la ilusión de que persistimos más allá de nuestra restringida existencia.
P: Se acaba de conmemorar el cincuentenario de la muerte de Salvador Allende, lo que constituye una magnífica oportunidad para escribir sobre el presidente chileno, pero ¿cómo surge en su cabeza la idea de escribir ‘Allende y el museo del suicidio’?
AD: A mí siempre me están rondando cantidad de ideas que esperan un momento propicio para expresarse (en ficción, teatro, poesía, ensayo o hasta ópera o épica musical). Hacía años que quería escribir sobre un exiliado que retorna a Chile para investigar la muerte de Allende, si era cierto que se había suicidado como anunció la dictadura o había combatido hasta ser asesinado como proclamó Fidel Castro junto a tantos otros. Pero se me escapaba la identidad del “detective” hasta que, hacia fines del 2019 se me ocurrió que podía yo mandarme a mí mismo, bueno, un personaje que cargaba con mi nombre, cronología, amigos. Yo era ideal para esa pesquisa, porque tenía, en la vida real, una motivación muy especial para llevarla a cabo: había estado trabajando en La Moneda los últimos meses del gobierno de la Unidad Popular, había jurado estar al lado de Allende hasta el final, pero por una serie de casualidades que mi libro despliega no llegué a estar allí (entre ellas, cambié de turno con Claudio Jimeno, al que capturaron y ejecutaron los militares, mientras que yo sobreviví). Pero descubrir que era posible sobreponer esa secuencia ficticia a mi vida real no fue suficiente para dar comienzo a la escritura. Si se trataba de explorar porqué alguien puede (o no) suicidarse, lo que Camus llama la decisión que tomamos (o no tomamos) cada día al despertar, era necesario cruzar esta búsqueda con otra obsesión mía sobre el suicidio: el de la humanidad, que se está auto-destruyendo, básicamente debido al apocalipsis climático.
P: ¿Este libro tiene algo de saldar deudas consigo mismo? ¿Tenía Vd. que escribir este libro sí o sí?
AD: Todos los libros los tengo que escribir sí o sí, Y por eso, creo que los lectores sienten la urgencia de lo que voy hilando, que se me va la vida si no logro expresar aquello que me impulsa y obsesiona.
En este caso, adicionalmente, había, en efecto, una deuda con Allende y también conmigo mismo.
Aunque no lo supe cuando comencé a trabajar el tema, la novela obró como una verdadera terapia, una manera de perdonarme a mí mismo por haber sobrevivido el golpe. De hecho, uno de los personajes que invento convence a mi alter ego Ariel de que no se debe sentirse culpable por no morir junto a Allende el 11 de septiembre de 1973. Un caso extraño, digno de Pirandello.
P: Hablemos un poco sobre el género literario de ‘Allende y el museo del suicidio’. ¿Estamos ante una novela o un ensayo? ¿Una novela, de tintes detectivescos, dentro de otra cargada de autoficción? ¿Quizá un thriller político?
AD: Javier Cercas (que ha sido muy generoso conmigo y con el libro, escribiendo un elogio que me honra) me ha permitido, además, usar una frase suya como uno de mis epígrafes: “Épica, historia, poesía, ensayo, memorias: esos son algunos de los géneros literarios que la novela ha fagocitado a lo largo de su historia.” He intentado que “Allende y el museo del suicidio” se inserte en esa tradición.
Se suele pensar que, debido a que muchos temas en que me detengo (atrocidades, catástrofes, injusticias, traiciones, abusos), mi obra debe ser necesariamente sombría, pesada y sin gracia. Pero hay siempre en mis escritos un elemento juguetón, el deseo de entretener y darle placer al lector. Esta estrategia lúdica y pícara recorre toda la nueva novela, inundando y subvirtiendo incluso los agradecimientos finales, que suelen ser tan solemnes. Y quienes leen, se preguntan: ¿Será cierto, será falso? Todo es ficticio y todo es real en este thriller político (me gusta su definición) que rompe y subvierte las categorías usuales de los géneros.
P: ¿Cuánto de real tienen los personajes de Ariel y Angélica?
AD: La decisión de utilizar el itinerario histórico de mi vida efectiva y fehaciente (y la de mi querida esposa Angélica) para sobreponerle esta búsqueda de la verdad sobre la muerte de Allende, significaba que todos los personajes fueran tratados como si fueran de ficción, con mucha libertad.
Por ejemplo, nosotros retornamos a Chile a mediados de 1990 y decidimos expatriarnos a fines de ese año, pero no hubo la investigación que me atribuyo durante esos meses. Y es cierto – otro ejemplo – de que escribí “La muerte y la doncella” en algún momento de esa estadía, pero la manera en que esa obra teatral se inserta en el argumento es algo que armé en función de la necesidad de los personajes y su evolución. Quise, claro, aprovechar mi íntimo conocimiento de la personalidad de mi propia familia y de algunos grandes amigos para ir construyendo una versión que tenía visos de verosimilitud.
P: Salvador Allende llegó al poder no por la vía de la revolución, sino por la de las urnas. ¿Qué significó esta circunstancia para la izquierda de los años setenta del pasado siglo?
AD: Para la izquierda latinoamericana de la época era dominante la vía violenta, insurreccional, así que el intento pacífico de Allende era algo inédito y muy atrayente, aunque rodeado de suspicacias de que no era ortodoxo. Clarifico que lo de Allende sí era una revolución pero asumía que para obtener justicia y cambiar radicalmente la sociedad y la economía no hacía falta matar, censurar, encarcelar, exiliar a los adversarios. Nuestra derrota y fracaso fue una de las grandes tragedias del siglo.
P: ¿El hecho de que el socialismo asumiese el poder en un país sudamericano avalado por el resultado electoral, propició que EE.UU. tuviera más interés, si cabe, en apoyar un golpe de estado en contra de Allende para evitar que no cundiese su ejemplo?
AD: Lo dicen tanto Kissinger como Nixon: el ejemplo de Allende era más peligroso que el de Cuba. Porque las guerrillas podían aniquilarse militarmente (y así fue en el resto de América Latina) pero si los pueblos decidían por medio de la democracia llevar a cabo transformaciones fundamentales, eso podía convertirse en una pesadilla para los intereses norteamericanos.
P: Pinochet subió al poder mediante un golpe militar y, años después, salió del mismo a través de un plebiscito, tutelado, claro. ¿Qué piensa Vd. sobre esta curiosa paradoja?
AD: Es sólo una paradoja para quienes no conocen bien la historia de Chile. Como demuestra la novela una y otra vez, la cultura democrática estaba muy arraigada en vastas capas del pueblo chileno, tan arraigadas que, cuando llegó el momento de votar en ese plebiscito de 1988 que Pinochet jamás concibió que podía perder (tenía el poder gubernamental y militar, un control total de la economía y los medios de comunicación, un monopolio del terror), fue el deseo de libertad lo que prevaleció entre los votantes, ese deseo y el coraje para defenderlo. Y ardía una memoria entre nosotros que, de nuevo como lo prueba la novela, no se extinguió jamás.
P: El gobierno de Pinochet se asentó sobre miles de desaparecidos. ¿Desaparecer es peor que morir?
AD: Es una forma de muerte en vida, un peor castigo para las víctimas (que no tendrán funeral) y para los familiares (que no saben qué ocurrió con sus seres amados) que el más vil de los asesinatos. Y una estrategia diabólica y cobarde: se logra sembrar el terror pero sin responsabilizarse por el crimen. Además, la desaparición de los cuerpos anticipaba, trasuntaba, lo que se iba a hacer con el país mismo por medio del neoliberalismo desfachatado de los “Chicago boys”: borrar los logros y avances por los que habían luchado tantos patriotas chilenos, creando una sociedad de desigualdad y competencia en vez de una sociedad solidaria y justa.
P: ¿Qué importancia tuvo la película ‘Missing’ (1982) de Costa Gavras a la hora de dar a conocer al mundo lo que ocurrió en Chile en 1973?
AD: Fue fundamental en nuestra campaña en el exterior, cuyas vicisitudes retrato yo en los primeros capítulos de la novela. Después de que se estrenó esa película yo podía comenzar cualquier intento de conseguir ayuda con la pregunta: ¿Han visto Missing? Y si la respuesta era afirmativa (casi siempre lo era) ya tenía yo, y tantos otros en el exilio, un arma potente para contar nuestra historia y pedir que nos apoyaran para deshacernos de estos usurpadores que habían cometido tantas violaciones a los derechos humanos. Yo estuve presente en el estreno en Washington de ese filme y la agradecí a Costa ese instrumento magnífico que nos entregaba. Nos hicimos muy amigos y cada vez que lo veo, no dejo de hacerle ver cómo fue esencial en la derrota de la dictadura, esencial para mantener viva la memoria.
P: Afirma el protagonista de su novela que no se puede escribir sobre una persona a la que uno admira. Sin embargo, Vd. lo ha hecho. ¿Cómo lo explica?
AD: No me canso de reiterar que se trata de una novela. Y nunca hay que confiar, en las novelas, en lo que dice el narrador y más todavía en “Allende y el museo del suicidio” donde el tal Ariel Dorfman es un mentiroso empedernido. Me encanta que ese alter ego mío afirme que nunca podría escribir nada sobre Allende (o sobre sí mismo) en una novela que hace precisamente eso. Es un guiño de complicidad hacia el lector que, junto conmigo, puede compadecerse del pobre personaje que es tan ciego y torpe, un modo, además, de distanciarme de ese avatar, indicando que no soy del todo la misma persona.
P: Vd. vive en Estados Unidos, es decir, cuenta con el apoyo de la distancia para escribir. En el Epílogo explica que escribió el principio de la novela en Santiago de Chile. ¿Hubiera podido construir esta novela viviendo todo el tiempo en Chile o precisamente ha podido hacerlo por vivir fuera? ¿Hubiera resultado igual la novela si la hubiera escrito en Chile?
AD: Empecé a escribirla en Chile pero fue en el extranjero donde compuse casi todo el texto. De hecho, tiene Ud. razón respecto a que la distancia es lo que permite sumergirme en un tema tan complicado. Mis libros suelen ser transgresivos, socavando normas, perturbando conciencias y adentrándome en contenidos prohibidos, lo que fue especialmente el caso en “Allende y el museo del suicidio”, donde me puse a criticar a figuras políticas reales y a desbaratar mitos y lugares comunes.
Me he vuelto, en efecto, un adicto de la distancia. El exilio que, durante la dictadura sentí como una condena, ahora lo abrazo como una condición de mi literatura, que deja libre a los personajes para que me lleven adonde se les antoje, sin preocuparme de que los vecinos me miren mal o importarme lo que piensen mis queridos compatriotas.
P: Suele decirse que la historia la escriben los vencedores, pero en el caso de Chile ¿la historia la están escribiendo los supervivientes de entonces, que guardaron en su memoria todo lo que ocurrió?
AD: Creo que es cierto que, por lo general, la historia la escriben los vencedores, pero rara vez logran borrar del todo la versión de los vencidos, dependiendo, claro, del modo en que esos supervivientes defiendan su derecho a la memoria. Pero la memoria no es algo unívoco: aún para los vencidos es un campo de batalla, lo que se rememora siempre se llena de discordancias. Quise, en la novela, ser fiel tanto a la necesidad de recordar la tragedia que nos aconteció como la resistencia que opusimos a ese intento de eclipsarnos de la historia. Si elegí a Allende como figura central de esa lucha es porque él, antes de morir, deja un mensaje y un ejemplo de devoción a la democracia y a su pueblo que sus adversarios jamás han podido quebrantar. Pero también la muerte de Allende ofrecía suficientes ambigüedades como para novelarla. Y además se ensamblaba con el otro gran tema de la novela: cómo enfrentar el lento suicidio de nuestra especie ante el cambio climático que nos amenaza en forma apocalíptica.
P: En este sentido, ¿su novela también es una manera de preservar para las generaciones jóvenes lo que ocurrió en su país entre 1970-1973?
AD: Nada me gustaría más que las generaciones nuevas sumidas en algo así como una amnesia ante el pasado (no sólo en Chile), la leyeran. La novela está repleta de todo tipo de jóvenes que, de una y otra manera, tratan de entender aquello que sucedió antes de su nacimiento y que sigue determinando su existencia, una búsqueda representada sobre todo por mi hijo menor, Joaquín (otro hermoso protagonista de la novela). Quisiera ser un puente entre generaciones, como lo soy entre culturas e idiomas y continentes.
P: Vd. tuvo que salir de Chile para vivir en el exilio. ¿Qué es lo que se encontró cuando regresó a su país años después: un país de recuerdos?
AD: Tal como cuenta la novela, a mí me dejaron retornar en 1983, a los diez años del golpe. Y me puse a buscar los medios para, a partir de ese permiso, regresar en forma definitiva. Y lo hicimos en 1985-86, con tan mala suerte que, debido a mis actividades, en 1987 me tomaron preso en el aeropuerto de Santiago junto a Joaquín (que era bien chiquito) y nos deportaron. Aunque la presión internacional hizo que Pinochet me dejara volver, decidimos con Angélica (de nuevo, todo esto está en la novela, pero es histórico) que no nos instalaríamos hasta que tuviéramos democracia y garantías de que no me mandarían a un tercer exilio (si bien retornamos muchas veces, Angélica para acompañar a Christopher Reeve, y toda la familia para participar en la campaña del plebiscito y la elección y enseguida la investidura de Aylwin)… Cuando volvimos en 1990 pensamos que era en forma definitiva, pero el país de los recuerdos no fue el país que nos encontramos y bueno, si los lectores quieren saber cómo se resolvió este conflicto, tendrán que leer el libro.
P: En la novela, Joseph Horta le encarga a Ariel que averigüe si Allende fue asesinado durante el asalto al Palacio de la Moneda o si se suicidó. No le voy a preguntar por lo que ocurrió, pero sí cuál de ambas versiones, asesinato o suicidio, molestaba más y a quiénes?
AD: Agradezco que no me pregunte sobre cuál de estas interpretaciones queda como la verdadera, ya que es algo que se zanja en forma sorprendente al final de la novela y no quisiera adelantar algo que, espero, emocione a los lectores. Lo que sí se recalca en “Allende y el museo del suicidio” es que las posiciones contradictorias en torno a la muerte del presidente no dependen tan sólo de lo factual, sino que también de a quién le conviene una u otra versión. Para la izquierda, durante mucho tiempo (y eso sigue entre muchos sectores), era imprescindible un mandatario que murió combatiendo, al que los militares asesinaron. Para la dictadura y sus cómplices fue igualmente crucial que se hubiera quitado la vida porque lo interpretaban como un acto de cobardía y reconocimiento de su fracaso. Y todo se hace más complicado cuando comienza la transición y hay que enterrar a Allende (en muchos sentidos). Construí mi novela tanto como una investigación de los hechos como una mirada a quiénes buscan sacar provecho de una u otra tesis, es decir, una radiografía no sólo de un hombre sino de un país polarizado.
P: Acabamos por hoy: ¿Sigue vivo hoy en Chile el ejemplo y el recuerdo de Allende? ¿Y el de Pinochet?
AD: Allende sigue muy vivo, aunque no está claro si lo que se recoge de él es una leyenda, unos lemas, una imagen, o si hay posibilidades de llevar a cabo recuerdos y homenajes más complejos, abrir un diálogo con el pasado que no sea simplista. Creo que Boric lo entiende así. En cuanto a Pinochet, cuando murió en diciembre del 2006, yo advertí en comentarios en The New York Times y El País, que su sombra iba a persistir durante mucho tiempo y que había que tener cuidado de no celebrar su desaparición en forma prematura. Desafortunadamente, tuve razón, como ahora se nota en la reivindicación de Pinochet que hace gran parte de la derecha insurgente y quizás mayoritaria. Y esta visión siniestra de rehabilitación del dictador conlleva un ataque a Salvador Allende, lo que nos atrapa en el pasado y no nos permite, como nación, avanzar hacia una única verdad histórica. He pensado que mi libro, al meterse en la vorágine fracturada del enigma de la muerte de Allende trasunta el estado desolador del Chile dividido de hoy.
Fotografía de Sergio Parra, cedida por la editorial.
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