El triunfo de Sergio Massa en las elecciones significó mucho más que un resultado absolutamente insurrecto frente a una multiplicidad de encuestas que volvieron a equivocarse.
El peronismo, y el pueblo argentino, le han puesto un límite a una expresión neofascista intolerable, que iba por las más sensibles conquistas obtenidas durante cuarenta años de democracia. Por lo tanto, esa imposición categórica abre las puertas para un balotaje que, aunque incierto, coloca al movimiento nacional y popular mucho más cerca de la reconstitución de un rumbo posible en medio del marasmo económico y social de la Argentina.
Los votos justicialistas reaparecieron con una puntualidad histórica para frenar a la ultraderecha que ahora pugna desprolijamente por construir alianzas tortuosas para la segunda vuelta. Mientras tanto, el candidato triunfador actúa claramente como un hombre de estado que siente que construyó su propia victoria en base a una correcta interpretación de las expectativas de la base peronista y de los sectores democráticos en su conjunto.
Mientras la oposición se debate en una verdadera bolsa de gatos, Massa hace el juego que más conoce: acumular y acrecentar la materialidad misma del poder. Algo que aparecía como un imposible hasta hace poco tiempo termina revelándose como una epifanía.
El miedo y la desesperación de caer en el pozo de un experimento autoritario han puesto pausa, al menos momentáneamente, en la mayoría de la sociedad argentina. Lo que puede intuirse es que ese estado de ánimo postelectoral se convierta en el preludio de la construcción de un sentido análogo en el balotaje de noviembre.
La rotunda escalada de Massa ha provocado además otro efecto no tan palpable para el gran público: puso al descubierto la contrariedad que buena parte de la burguesía transnacional experimentó por el resultado, porque intuye que el mismo podría poner en mejores condiciones al capital nacional en cuestiones claves que ya comenzaron a jugarse. Esas disputas tienen que ver con la enorme potencialidad del país en temas como la energía, las comunicaciones, los agronegocios y la minería. Allí se disputa la madre de todas las batallas, más allá de que la prensa local e internacional no atiendan a ese costado decisivo de la elección.
Prescindiendo de este entramado de difícil identificación para el conjunto de la sociedad, no hay duda que el negacionismo, la discriminación, la barbarie, el empobrecimiento deliberado del estado, la postración de los jubilados, la pulverización de los salarios, la venta de órganos, la venta de niños y de órganos, los insultos al Papa, la intolerancia y el autoritarismo han quedado reducidos a su verdadera expresión reaccionaria.
No obstante, el resultado acontecido es provisorio y habrá que estar atento a las percepciones variables de un electorado que ha demostrado una profundización de su laxitud para con las históricas filiaciones políticas. El peronismo, de llegar al poder, debe necesariamente reconfigurarse y no dejarse tentar por arrebatos de generoso infantilismo progresista. Así como se han fortalecido la democracia, los derechos humanos, la racionalidad y una esforzada vocación de comprender el mundo, también se ha puesto un vallado a los desvaríos diletantes de las almas bellas.
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