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“El populismo es una forma perversa de la búsqueda de consuelo, cuando éste ya no existe”

Entrevista al filósofo y escritor Gabriel Albiac
Luis del Palacio
viernes, 17 de junio de 2016, 01:10 h (CET)
Hace unos meses publicó una cautivadora “tercera de ABC”, en la que ensalzaba la figura de Georges de Latour, pintor francés del Barroco por el que siente una verdadera fascinación y parte de cuya obra se ha expuesto hasta este mes en el Museo del Prado. Me comenta que lo descubrió en un ensayo de Malraux, hace ya muchos años. De Latour fue un maestro en el empleo de las luces. Y es en torno a la luz – acompañados de esa otra luz de atrio conventual que se enseñorea del estudio del escritor- de lo que empezamos a hablar. Café, libros y luz. Mucha luz.

BLUES DE INVIERNO
Publicada hace unos meses es la última parte de una trilogía de novelas que son independientes; constituyendo su nexo la aspiración de construir un “fantasma generacional”. El hilo conductor sería – en palabras de su autor- “la comprensión de la generación del hundimiento de ese fantasma” En la primera, Últimas voluntades (1998) se situaba en el inicio de los años ochenta para reconstruir un asesinato político de comienzos de los setenta. La segunda, Palacios de invierno (2003) era la confrontación con el mundo del cambio del siguiente siglo y la pérdida de los elementos de referencia, y el choque con el tiempo que va acercando a la muerte. Blues de invierno representa el fin de una generación; el momento de cruce en el que dos generaciones se encuentran simplemente para que una salga de escena al tiempo que la otra irrumpe en ella.

Entonces, y refiriéndome a los personajes, la generación que está abocada a desaparecer, ¿ es la que representan los tres que se reúnen para hacer un viaje a Nueva York; mientras que esa segunda generación estaría encarnada en el personaje de la prostituta rusa que los acompaña, así como en el de la amiga que aparece más adelante?
Así es. Estos son dos mundos que se cruzan para decirse adiós. Es el mundo del 68, sobre el que toda la trilogía ha tratado de hacer el retrato, que ya no tiene nada qué hacer ni qué decir. Sólo puede ser testigo de cómo todas las buenas intenciones, proyectos e ideas que forman la trama de su universo simbólico, no han hecho sino generar descomposición y destrucción. Los dos personajes jóvenes –Yuki y Yana- han sobrevivido al verdadero horror. Primero como adolescentes en un campo de prisioneros en Siberia, donde aprendieron que la vida es un camino que sólo se abre a punta de cuchillo. Frente a todo ese mundo de ideas muy fuertemente cargadas de retórica, Yuki y Yana son personajes completamente exentos de retórica; son supervivientes natos. Los dos modelos se cruzan durante unos días, prácticamente unas horas. Y en el suceso que se va a generar fuera del lugar donde se encuentran, una de esas generaciones va a desaparecer definitivamente de escena.

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De una manera simbólica, pero también física…
Exacto. Recordarás que en el último capítulo, Yuki y Yana, dos profesionales de la muerte, sin pasión, sin emoción, de una eficacia matemática, afirman que continuarán hasta que alguien las mate; aunque añaden: “se lo pondremos lo más difícil posible” No hay la menor retórica ni fascinación por la muerte. Por el contrario, los viejos personajes, que están al borde de su momento extinción, juegan continuamente con una retórica que les resulta estetizante y que a Yuki, que ha padecido en los campos de Siberia, le parece producto de un infantilismo insufrible.

Resulta muy sugerente el hecho de que puedan ser a la vez dos asesinas implacables y consumadas intérpretes de música clásica.
Absolutamente. Fíjese que definir el carácter de Yuki y Yana es lo que más tiempo me ha llevado. En la novela el personaje de la primera está constantemente ligado a una referencia musical muy explícita: Bach. Pero un Bach muy concreto: el de la Zarabanda de la II Partita para violín; la matemática aplicada a la música en estado puro. Yana es también intérprete; aunque no del mismo nivel. Puede haber referencias a músicas del siglo XX, pero en el caso de Yuki es como la representación de lo perfecto en ese nuevo arquetipo. Lo que juega esencialmente como máquina productora de emoción es la matemática. Hay dos momentos en los que Yuki, de algún modo, se descompone en el estudio del maestro y amante de ambas, en Moscú.

¿El cellista?
En efecto. Y hay otro momento al final de la novela, cuando dice: “Nunca he tocado a Bach… con un Stradivarius” Algo que para un violinista constituye un acontecimiento supremo. En ambas ocasiones lo que Yuki interpreta es ese dificilísimo momento de la Zarabanda de la II Partita, cuya perfección conmueve como el preciso corte de una navaja de barbero: Yuki es una navaja de barbero.

Hay un transfondo argumental que remite al lector a los terribles sucesos del 11 de marzo de 2004, en Madrid ¿Se trata de aportar una versión alternativa a la oficial o simplemente de un referente literario?
Le respondo de la manera más clara: el día mismo en que se produjo el atentado, tuve la certeza completa de que nuestro mundo había terminado. Los días siguientes me reafirmé en una convicción que mantengo hasta hoy: moriré sin saber qué sucedió.

Comencé a escribir la novela (y por eso he querido fecharla) en el verano de 2004. En el momento en que había llegado a la absoluta certeza de que nadie de mi generación llegaría jamás a saber lo que había sucedido.

Cuando Flaubert empezó a escribir Salambó, un amigo le dijo: “Estás loco. No hay un solo dato sobre Cartago”. Los romanos se empeñaron en que no quedara constancia ni memoria de nada. Y Flaubert dijo que, precisamente por eso, estaba intentando “inventar Cartago”. Y añadió algo muy bonito: nadie que lea Salambó entenderá jamás cuánto sufrimiento fue necesario para sacar a Cartago de la sombra; para inventarlo. Creo que vivimos en un mundo en que es posible borrar la memoria (a diferencia de lo que hizo Roma) de manera incruenta, pero con una eficacia incluso más demoledora. Si analizamos, por ejemplo, la literatura producida a raíz del 11-S veremos que prácticamente toda la narrativa estadounidense, pero también el cine e incluso la música, están marcados por esa fecha. No hace falta que trate sobre eso, pero la referencia está siempre en el modo de acotar a los personajes y de situarlos. El 11-M, sin embargo, no ha producido prácticamente nada en la narrativa española…

¿Cuál es la pulsión que nos lleva desesperadamente a borrar aquel día de nuestras memorias? Pues creo que es la de una derrota terrible y aceptada. La matanza sucede en ambos casos; pero a las veinticuatro horas en EEUU se plantea como el punto de arranque de una respuesta nacional. El caso español es insólito: al atentado le sucede una rendición por plebiscito; algo que no tiene precedentes. En mi opinión, lo que destruye a la España contemporánea no es 11-M sino el 13-M.

¿Por el uso político que se hizo del atentado?
Trataré de explicarlo. Desde la perspectiva de un escritor consciente de que no va a saber nunca qué sucedió ese día en que se decidió su vida (por que en él se decidió la vida de todos nosotros, tengámoslo claro) sólo me quedaba la “vía Flaubert”. Es decir: no podré saber qué fue Cartago, pero pondré todo mi esfuerzo y todo mi sufrimiento (dice en Salambó) para inventar Cartago a partir de las sombras.

¿Es el atentado de Blues de invierno el del 11-M? No, no lo es. Se trata de la invención narrativa de un modelo que pretende entender cómo funciona un atentado crucial a comienzos del siglo XXI y con ello entender cosas que determinan todo nuestro presente. Que la sincronía espacio-temporal, los ejes cartesianos que hasta hace poco seguían siendo implacables, han desaparecido; y que efectivamente un atentado del nivel que sea, no sucede en las sociedades del siglo XXI en los lugares donde se produce, sino en otros sitios. Y además, que los desencadenantes de esas matanzas pueden ni siquiera saber que están actuando como tales. Pero lo terrible, insisto, es que en este caso nunca lo sabremos.

¿Cabría la esperanza de que dentro de, digamos, cien años, alguien dé a conocer la verdad; algo así como ocurrió con la voladura del Maine?
Podría ser… Aunque eso a usted y a mí nos va a consolar muy poco (risas)

Vivimos un mundo bastante surrealista en el que sátrapas sanguinarios de países como Corea del Norte o Venezuela pueden ordenar que las mujeres no abusen del secador de pelo o que el corte de pelo de los varones responda a unas determinadas pautas “estéticas”… bajo pena de muerte. ¿Cómo se entiende esto?
Nuestro mundo está lleno de anacronismos brutales. Nos encontramos en el primer momento de la historia de la Humanidad en el que el mundo está casi visualmente presente en tiempo real; en el que cualquier ciudadano desde este cacharro (señala su smart phone) puede situarse en cualquier biblioteca del mundo o conversar con un amigo en Alaska y tiene acceso a todos los datos disponibles. Y, por otro lado, estamos en un mundo en el que los anacronismos más feroces y las formas que creíamos desaparecidas del arcaísmo han reaparecido con una brutalidad sin precedentes. Recuerdo algo que dijo el viejo Malraux en sus últimos años. Afirmaba que el siglo XXI sería el siglo de la religión; algo que muchos interpretamos como una especie de visión “místico eufórica” o benevolente. Pero no se refería a eso. En las entrevistas que grabó para Radio Francia afirmaba que, fracasadas las suplencias de sacralización (la del arte a finales de siglo XIX y la de la política, con resultados sangrientos a lo largo del XX) todo hacía prever un retorno a las formas más elementales y arcaicas del pensamiento religioso.

Y también las más sanguinarias…
Desde luego. Porque en todo lo arcaico existe una tendencia a la brutalidad. Si a la gente de mi generación le hubieran dicho, cuando andábamos fantaseando sobre la culminación histórica a finales de los 60 y principios de los 70, que nuestra vejez transcurriría en un mundo atravesado por una guerra de religión anclada en lo más primario de los conflictos monoteístas, habríamos pensado que quien lo decía estaba loco. Pero estamos en eso: en el mundo de la extrema mutación de modernidad y en el del arcaísmo más impensable.

Y es curioso comprobar que puedan convivir dos mundos tan antagónicos en apariencia: el de la alta tecnología y el del arcaísmo religioso.
Pueden hacerlo perfectamente. La tecnología es en sí un instrumento poderosísimo, pero no representa la garantía de nada en términos morales; ni positiva ni negativa. Cuando comenzamos a trabajar en redes (en mi caso hacia el año 92) cometí la ingenuidad de pensar que éste era el instrumento definitivo del conocimiento; como en aquel cuento de Hoffmann en el que un libro se convierte en “todos los libros” (el que lo entrega es, por cierto, uno de esos personajes diabólicos del autor) Textos rarísimos del s. XVII, con los que yo trabajé en la Biblioteca Nacional de París durante los años 80, pueden ahora obtenerlos mis alumnos a través de un “link” y descargárselos. Cometí la ingenuidad de ver ese aspecto tecnológico como definitivo para barrer todos los viejos arcaísmos. En la actualidad cualquier profesor que trabaje en esto sabe perfectamente cuál ha sido el resultado: en estos momentos, hasta el último estudiante tiene acceso con un ordenador a la biblioteca universal… pero existe un pequeño problema: ya no sabe leer. Google puede hacerlo por él y cualquier trabajo que le hayan pedido en la Facultad puede hacerlo a través de ese instrumento. La contrapartida está en que en el momento en que la lectura se ha ausentado de la mente humana, entramos en un terreno muy peligroso; y no sabemos cómo va a evolucionar. Debemos darnos cuenta de que es un ciclo que comenzó en el Fedro de Platón, hace 2.500 años. Y resulta fascinante saber que somos los últimos habitantes de un universo simbólico que ha durado todo ese tiempo y que ya está prácticamente muerto. La lectura, tal y como aparece en el Fedro, es una práctica de la interrogación. La escritura no es la repetición de algo; es el sometimiento de algo a las reglas impuestas por la sintaxis, la gramática, y que hace de ello un elemento que construye conciencia en la medida en que la conciencia de quien lee tiene la capacidad de interrogarla. En el momento en que la primacía de esa práctica de la interrogación desaparece de la mente humana, la tentación que surge es la de ceder al territorio de la repetición; en cierto modo, al territorio de conocimiento previo al conocimiento. Desde un punto en el que no es preciso leer un libro… porque “ya te lo sabes”. El problema de cualquier chaval de 20 o 25 años al que le sugieras leer el Canto XXII de la Iliada, es que te dirá: ¿Para qué? Ya me lo sé.

Por un resumen de Wikipedia…
O por una serie de televisión. Nada produce estupor, ni siquiera curiosidad. Todo ha quedado reducido a un ámbito de significación completamente plano, e introducir interrogantes en eso es dificilísimo.

LA PUNTUACIÓN COMO “ARTE DE GUERRA”
Siempre que he escrito he tratado de atenerme a ese principio platónico, tanto en filosofía como en mi trabajo académico o literario: tratar de entender que la escritura se produce allá donde en lo que has dicho se genere una interrogación y, por lo tanto, se rompe con la regla de lo que debe ser dicho. Habrá observado Vd. que, en el terreno formal, trabajo forzando los sistemas de puntuación. Pero no se trata de una coquetería ni de un juego, sino que obedece a la idea de que el modo de puntuar es la manera por la que se proyecta sentido al texto. Y ese sentido es siempre mentiroso; el sentido miente siempre porque proyecta sentimientos y estos nos impiden entender cuáles son los mecanismos que en los sentimientos mismos se enmascaran. El viejo maestro Lacan solía decir una frase: “Cuando pronuncien Vds. la palabra “sentimiento”, marquen las sílabas. No es “le sentiment”, sino “le sens ment”: el sentido miente” La puntuación es un arte extraordinario, porque es un arte de guerra. La puntuación es ese arte de guerra en el cual de pronto puedes sugerir al que está leyendo: Yo no hubiera puesto aquí un punto; hubiera puesto una coma. Pero ¿por qué hubiera puesto una coma? ¿Por qué debería ser una continuidad armónica? Simplemente porque no lo es; y precisamente al romperlo, el texto te da al menos la posibilidad de cuestionar que la totalidad de la frase fuera una estructura armónica y que lo que expresa fuera una evidencia.

Entonces, ¿la subordinación podría alterar ese sentido prístino? ¿Se iría perdiendo con el empleo de frases subordinadas?
Exacto. La técnica de escritura que siempre he tratado de aplicar ha sido la de alterar la continuidad del lector; dejándole de vez en cuando llevar en la loma de la construcción de la frase larga, para cortarla donde no se debería cortar. Ya sea por la utilización de frases nominales, o bien por el empleo de enunciaciones muy cortas. También por esa “segunda vuelta” de la puntuación que Azorín recomienda en algún momento: denle siempre una vuelta más a la puntuación. Creo que lo que un escritor debe intentar a toda costa es romper el autómata. Pascal dice sobre la subjetividad, que somos autómatas tanto como voluntad. Si escribir puede ser una práctica de producción de verdad, lo será en la medida en que consiga sabotear al autómata; que el autómata chirríe.

Esa puntuación un poco sincopada, me recuerda a un comentario que le escuché a Julián Marías sobre Las confesiones de un pequeño filósofo, de Azorín, que comienza así: “Lector: Yo soy un pequeño filósofo”- ¿Cómo es posible empezar así una novela?- decía Marías.
¡Maravilloso! Tengo la vieja edición de Aguilar de sus obras y el principio es muy bonito, cuando habla de que toda su vida ha sido escribir. Es algo espectacular. Se puede tomar como retórica, pero no lo es. El que se dedica a la escritura sabe que o renuncia a todo por ella (y todo se convierte en escritura) o acaba haciendo… nada.

Y como ahora se hace mucho “nada”, queda la vuelta a los clásicos…
Sí; y acaso sea un signo más de la vejez. Cada vez me encierro más en los clásicos y asomo menos la nariz fuera. Quizá recuerde un pasaje de Cernuda en el que dice que, a partir de cierta edad, uno no lee sino que relee.

EL AUGE DEL POPULISMO
¿A que puede deberse el éxito que observamos de las pseudo ideologías populistas?
Yo no hablaría de “pseudo ideologías”. Son ideologías. Y en última instancia, en toda ideología hay un fuerte componente de “pseudo”. Corresponden a un modelo muy peculiar, a unas formas muy explícitas de religión de suplencia. El término “populismo” nace en la Rusia del último decenio del s. XIX, ligado a una cierta referencia a la “religiosización de lo cotidiano”. Los Amigos del Pueblo son los personajes que buscan una especie de retorno a un cristianismo primitivo en el cual se pudiese salvar a un pueblo martirizado, masacrado, en la Rusia de finales de aquel siglo. Algo notorio es que, precisamente, ese tipo de religiosidad casi primitiva entraba en conflicto con cualquiera de las tradiciones marxistas que estaban desarrollándose en el país. Con frecuencia se olvida que quien finalmente acaba atentando contra Lenin es una populista: Fanni Kaplan. El populismo tiene una lógica aplastante. Recordemos que el joven Marx (de 20 0 25 años) escribió algo que se interpreta muy mal: “La religión es el opio del pueblo; el alma de un mundo desalmado” Por supuesto, no se refiere a una droga lúdica. Cualquier lector de De Quincey sabe que el opio era el único remedio eficaz contra el dolor de muelas a lo largo del s. XIX, especialmente bajo la solución de láudano. La segunda parte de la afirmación no deja lugar a dudas: “el alma de un mundo desalmado”.

No se está haciendo una censura a la religión como tal. Lo que se dice es que en una sociedad en la que no hay consuelo, uno necesita construirlo porque si no, no puede vivir. El populismo es el alma de un mundo desalmado, tanto en la Rusia de las postrimerías del s. XIX como en el periodo de entreguerras, cuando pasa de Italia a Centroeuropa y se convierte en la matriz de lo que posteriormente acabaría configurando movimientos políticos bien estructurados y fuertemente disciplinados: el fascismo y el nacionalsocialismo. Y no es extraño que se produjeran, ya que en cualquiera de esos momentos nos hallamos ante una situación de extrema desolación. Italia, tras la Gran Guerra, estaba devastada, sin horizonte de salida. En Alemania, tras la I Guerra Mundial y el Tratado de Versalles, se dio una terrible represión del movimiento obrero a la raíz de la insurrección revolucionaria de 1919, así como con el sometimiento de los espartaquistas etc. Todo ello hizo que esos sectores bascularan hacia un movimiento que propone nuevamente convertirse en “el alma de un mundo desalmado”, que es lo ofrece el nacionalsocialismo a los alemanes y centroeuropeos: reencontrar el alma perdida. De ahí el peso del término “Volkgeist” (“alma del pueblo”) como elemento identificador.

Arthur Koestler se refiere en sus memorias a una entrevista con Sigmund Freud, que acababa de instalarse en Londres huyendo de Viena. Se reprocha –según dice- el haber hecho el ridículo más grande su vida por intentar algo que no se debe hacer jamás: tratar de compadecer a un hombre inteligente. Koestler le dijo que no podía entenderse cómo unas sociedades tan cultas como la alemana y la austriaca habían podido llegar a la locura del nazismo. Freud, sin perder un ápice de serenidad, le miró con una mirada que helaba y le dijo: “No tiene nada de extraño. Todo lo que he escrito desde principios de siglo explicaba que esto necesariamente tenía que suceder”

Eso es en mi opinión lo importante; incluso para nosotros en el presente: Que lo que sucedió en entreguerras no lo fue por accidente ni obedeció a un arrebato de la Historia. No. Fue la forma extremadamente perversa que toma la búsqueda y racionalidad del consuelo cuando éste ya no existe. Eso es lo que está ocurriendo con la reaparición de los populismos.

Desde su punto de vista como filósofo, ¿nos encontramos efectivamente ante un fin de época (me refiero al de nuestra sociedad occidental, de tradición helena, romana y cristiana)?
Por un lado está el fin de la época histórica, que responde a ciclos normales. Pero por otro está lo que atañe a nuestro trabajo como escritores, y en esto nos hallamos ante un fin de época de 2.500 años, que, como comenté antes, se inicia con el Fedro.

ALÁ EN PARÍS

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Se trata de un libro muy curioso, ya que cuando se produjo el primer atentado en París (el de Charlie Hebbdo, enero de 2015) recibí una llamada de Bieito Rubido, director de ABC, para animarme a viajar a París ese mismo día. Yo le respondí que, precisamente en París, tienen a uno de los mejores corresponsales de la prensa española en Francia (Juan Pedro Quiñonero) quien contaba además con dos reporteros extra para cubrir la información sobre la masacre. Sin embargo, Bieito me dijo: “Olvídate de tener que cubrir la información como tal; lo que quiero es que vayas a París para contarnos… el paso del tiempo. Tú te formaste en esa ciudad cuando tenías 22 años y siempre has mantenido una estrecha relación con ella. Ahora que tienes 64, quiero que vayas a París y que nos cuentes lo que ya no puede verse”.

La oferta era fantástica. Me ofrecía la posibilidad de, en cierto modo, reconstruir mi biografía en torno a un acontecimiento que tenía, además, ese carácter de cierre, de clausura. Y eso es lo que estuve haciendo durante aquellos días. Luego se produjo el atentado de noviembre y en esa ocasión fui yo quien sugirió a Bieito que podría irme para allá. Con respecto al texto, lo extraño es que cuando lo lees puede producirse la impresión de que los capítulos iniciales se han ajustado para establecer una continuidad. No hay tal. Los textos se ordenan en el libro exactamente como aparecieron en prensa (en forma de crónicas) Al releer tanto los que aparecieron en torno a los sucesos de enero, como a los publicados en noviembre, me di cuenta de que, sin deliberación explícita, había construido de algún modo una cierta biografía generacional en torno a una ciudad que ahora, si yo tuviera 20 años y pretendiera crear una mitología, habría cambiado por Nueva York como referencia. Pero yo tenía 18 años en el 68 y, por supuesto, esa ciudad tenía que ser París. El contemplar el cierre de esa mitología me resultaba esencial; la posibilidad de ver la clausura de lo que, de cierta manera, los periodistas más jóvenes no podían ver. Una de las cosas que más me impresionaron fue cuando aquel mes de noviembre, inmediatamente después del asalto de la policía al local donde se encontraban Abaaoud y los otros terroristas, en Saint-Denis, al abrir las puertas, todos las cámaras y los equipos de televisión desplegados para cubrir el momento, situados en la explanada que hay frente a la basílica, enfocaron sus objetivos hacia la chamuscada fachada del edificio de enfrente. Y entonces pensé: Están colocando las cámaras al revés. Ahí enfrente ya no sucede nada; lo que pasó, pasó esta madrugada y ya lo conocemos todos. No se dan cuenta de que a sus espaldas tienen el corazón fundante de la Francia católica; de la Francia cristiana. Tienen detrás el mausoleo de los reyes de Francia; a sus espaladas tienen el mundo sobre el cual se ha construido la identidad francesa hasta el s. XX. Allí se encuentra el mausoleo de Charles Martel, que fue quien cortó el avance musulmán en Europa. No son conscientes de que ese corazón cristiano de Francia (St.-Denis) es en estos momentos tan sólo un residuo arqueológico en medio de una ciudad norteafricana, estricta y rigurosamente musulmana y, además, estricta y rigurosamente yihadista. Esa es la historia: Saint- Denis, la Francia cristiana, no es más que un polvoriento enclave olvidado en medio de una ciudad musulmana… ¡Y ni siquiera los periodistas que están tratando de describirla se toman la molestia de volver sus cámaras y entender que la paradoja no la tienen enfrente, sino justo detrás!

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