Uno piensa en Italia y la ve como esa gran extensión de la Roma imperial o la Roma republicana que con el paso de los años quedó reducida a la forma de bota con alguna que otra isla en sus alrededores como Sicilia, Cerdeña, Pantelaria, Lampedusa, linosa…
Es como si, dando pie a nuestra estulticia, Italia siempre hubiera sido tal y como lo es ahora. Sin embargo, haciendo gala de la sapiente historia, Italia, hasta hace escasos 160 años, estaba formada por múltiples reinos. Una enorme variedad de estados muchos de los cuales se encontraban bajo dominio extranjero. Dicho mosaico provocaba a su vez que cada territorio hablara su propia lengua o dialecto, o como se le quiera llamar: desde el toscano hasta el de Livorno, pasando por el de Lucca o Arezzo, sin olvidarse del Lombardo, el Piamontese, el Sardo… y muchos más que me dejo por el camino.
Sin embargo, no sería hasta el 17 de marzo de 1861 cuando nacería un nuevo país en la Europa actual: Italia. La unificación italiana, conocida como «Il Risorgimento», fue el resultado de varias guerras, apuestas arriesgadas y complejas tramas políticas. En todo este proceso dos nombres resuenan como los principales autores y valedores de esta unificación: Guiseppe Mazzini y un soldado de la marina sarda llamado Giuseppe Garibaldi.
Sería a partir de ese momento cuando se consideró la posibilidad de construir un idioma común para evitar duplicidades erróneas en el entendimiento. Para ello se tomó el toscano como el molde principal para la creación del idioma oficial del país. Entre muchas otras cosas, al ser considerado la lengua de pensadores y escritores de la talla de Dante Alighieri, Boccaccio y Petrarca.
Todo ello no implicó la anulación de los dialectos existentes, sino que esa riqueza lingüística y cultural se mantuvo usándose en las diferentes partes de Italia como una manera de comunicarse en diferentes situaciones sociales y familiares. Contrariamente a lo que podamos pensar, los dialectos son utilizados ampliamente en ciertas regiones de Italia tanto en generaciones mayores como jóvenes.
Muchos de los términos de los diferentes dialectos, en los últimos cincuenta años, se han ido incorporando al idioma nacional, fortaleciendo la riqueza de este. Lejos de considerarse esos dialectos como una lengua pobre, varios estudios actuales han revelado que, en Véneto, una de las regiones más desarrolladas a nivel económico, alrededor de la mitad de la población se comunica en dialecto, tanto con los amigos como con la familia.
Independientemente de ello, y tras Il Risorgimento con Garibaldi al frente, en 1950, tras la reconstrucción política, social y económica del país, menos del veinte por ciento de la población italiana hablaba con fluidez el italiano en su vida cotidiana. Será gracias a la televisión, la RAI, y a los programas culturales, cuando mucha población analfabeta comenzará a aprender a leer y escribir. La propagación del italiano estándar o el idioma oficial llevó consigo un crecimiento económico, un aumento de la calidad de vida, y la proliferación de programas de televisión educativos y lingüísticos. Ahora, el italiano es el idioma oficial de un país para todos y cada uno de sus habitantes, sin que por ello se tienda a anular los múltiples dialectos existentes.
Resulta que, en nuestro país, en la España actual, hemos decidido darle la espalda a la historia de la cuna de la civilización occidental: Italia. Hemos inventado un risorgimento inverso ad hoc, de políticos con escaso nivel de estado y demasiado interés personal. Se ha dado alas a un nacionalismo excluyente y vengativo que lejos de buscar la propia riqueza de su cultura lo que pretende es generar odio y persecuciones cancelatorias y despreciativas.
En Cataluña se persigue y se multa a quien se atreva a colocar un rótulo en español en su propio negocio. E incluso se llevan las manos a la cabeza cuando el Tribunal Supremo avala que en las aulas debe impartirse un 25% de las horas en español, o castellano, como se le quiera llamar…
Aquí no se tiene en cuenta que el español es la lengua de Cervantes o de Lope de Vega, como grandes referentes de nuestra literatura y riqueza cultural, taly como lo pudieron ser Dante Alighieri, Boccaccio y Petrarca, en Italia. Lo que aquí, y más concretamente en Cataluña ocurre, es que lejos de potenciar a sus grandes escritores como Josep Plá, lo único que preocupa es sepultar la lengua común. Dijo en cierta ocasión Juan Marsé, en Notas para unas memorias que nunca escribiré, que «Catalunya es un país que añora un pasado propio que no existió nunca».
Creen los nacionalistas catalanes que, tapando los vínculos con España, con su cultura y sus orígenes podrán generar así su propio pasado nacionalista. Hasta el punto de que determinados historiadores metidos a políticos nacionalistas han llegado a decir que en 1714 «el Estado español invadió Catalunya por la fuerza». Sin duda alguna, una burda y ridícula manipulación de la historia.
Son las tesis de mercenarios de la historia que han sido colmados de subvenciones y ayudas varias con el fin de abrazar el nacionalismo con la única intención de generar un pasado sin cimientos. Tanto es así que en 1993 comenzaron a circular panfletos anónimos en donde se denunciaban a los historiadores catalanes que estaban «al servicio del Estado español», según los perseguidores.Se señalaba y se señala a todo aquel que no comulga con las tesis nacionalistas. De la misma manera que se señalaba a los judíos al inicio del nacionalsocialismo. La intención no es otra que generar un clima de terror, un clima de presión vigilante y constante para que no todo el mundo pueda hablar y manifestarse en libertad. Ese privilegio solo lo tienen unos pocos.
Ahora, en el Congreso de los Diputados se ha tomado la decisión deque, en lugar de utilizar el idioma común, se debe hablar en las lenguas de cada autonomía. Independientemente del coste que eso supone y de ser un dinero que bien podrían invertirse en crear más ayudas sanitarias o asistenciales a la gente de a pie, lo que importa es que se impongan las tesis de los nacionalismos excluyentes. ¿Por qué? Porque ellos son los que le pueden dar el sillón de mando a uno o a otro de los politicuchos que nos dirigen. Ahora bien, yo me pregunto y por qué no se habla también el bable, o el castúo, el aranés, el valenciano, el balear… Quizá porque no tienen la fuerza suficiente para chantajear a nuestros políticos. Quizá porque ellos serán los estúpidos analfabetos que pagarán los gastos de ese nacionalismo de clase alta y burguesa. Esos charnegos y maquetos a quienes les ponen un tren que no pasa de los 80 kilómetros hora y les dicen que es un tren de alta velocidad. A todos esos a quienes se les empieza a decir que, lejos de fomentar e inyectar inversiones en sus atrasadas ciudades de pastos y eriales, lo que deben ir pensando es enhacerse cargo de una astronómica deuda catalana que ellos no han contraído.
La cuestión no es unificarse para ayudarse y complementarse como ocurrió en Italia tras la marcha rebelde de Garibaldi. La cuestión principal en el estado español estriba en explotar al que menos tiene para seguir colmando de favores a esa casta de la que tan acertadamente hablaba Pablo Iglesias. ¿Era esa, ¿verdad? Espero y deseo que no se haya olvidado ya de sus propias palabras. España se ha convertido, sin duda, en la viva imagen de Il Risorgimento inverso.
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