Apenas restan unos días para dar por terminado el primer semestre del año en curso y más de uno de nosotros tiene la sensación de que estos seis meses han sido miserablemente desperdiciados. Cada cual sabrá si el óptimo aprovechamiento de su tiempo, de su esfuerzo y de su inteligencia le ha conducido o no, con permiso de salud, trabajo y circunstancias intrínsecas y del entorno, a crecer para ser mejor con uno mismo y con los demás. Pero más allá de nuestras narices y pretensiones individuales, duele mucho decir que en lo colectivo dejamos de crecer a la vuelta de las pasadas vacaciones navideñas, cuando los políticos que hoy esperan recibir nuestro voto en las urnas dieron inicio a un inesperado sainete falto de comicidad privándonos de una legislatura coral que pudo ser duradera, estable y, lo que más interesaba, muy constructiva. Tercos y porfiados en sus acciones y omisiones, ellos habrán devorado ciento ochenta y dos días de nuestra vida pública sin ofrecernos una solución consensuada idónea o, al menos, suficiente para desencallar políticamente un país con enorme voluntad de aumentar su robustez democrática y su vocación europeísta.
Haciendo un ejercicio mental de rebobinado para recordar mal que pese cuanto hemos visto, escuchado y también sufrido en relación con nuestros representantes políticos a lo largo de este vacuo semestre, llegaremos a la feliz conclusión que la sociedad española, o sea, nosotros hemos demostrado ser enormemente pacientes, prudentes y generosos. Pacientes porque nuestra capacidad de soportar su ineptitud ha sido tan grande y laudable como nuestra habilidad en seguir edificando esta comunidad española de gentes e intereses tan compleja días tras día. Prudentes porque nuestra moderación en forma de exquisito respeto a las reglas de juego del Estado de Derecho, sin protagonizar hechos ni manifestar juicios vergonzosos, se ha opuesto a sus numerosas insensateces desempeñadas en unas instituciones que les han venido sumamente grandes. Y generosos porque nos hemos mostrado dadivosos con todos ellos, regalándoles nuestra atención y, en algún caso, el afecto cuando hemos prestado atención a sus razonamientos y exposiciones en un debate, en una cuña informativa o, incluso en un mitin, y no hemos decidido abandonarles en una soledad bien merecida.
Pero la paciencia, la prudencia y la generosidad tienen un límite. Ese extremo, esa línea roja se llama confianza. En el momento en que la esperanza firme que se tiene de alguien o algo se pierde, sucede con frecuencia que el ser humano -cada uno de nosotros- se abandona rindiéndose peligrosamente en las adversidades y contratiempos. Que se lo pregunten a aquellos británicos que irresponsablemente han optado por salir de la Unión Europea metiéndose en un monumental embrollo tan innecesario como enrevesado, y metiéndonos irremisiblemente en él a todos los ciudadanos de la comunidad supranacional erigida en el viejo continente. Que se lo refieran a aquellas personas de bien ideológico que sin quererlo se saben rodeadas de intransigentes, intolerantes e involucionistas partidarios de populismos incendiarios. A esos necios y descerebrados conviene indicarles que la comunidad europea nos es vital para nuestra propia supervivencia porque se afana en sembrar solidaridad y cincelar cohesión trabajando por el bienestar y la pacífica convivencia de todos en valores democráticos. ¿Hemos olvidado dónde estábamos hace cien años? Rodeados de sangre y fango en las trincheras del Somme. ¿Hemos olvidado dónde estábamos hace setenta y cinco años? Asediados por el totalitarismo engullidor de derechos y libertades. Nuestra memoria es corta y nuestro egoísmo largo. El proyecto de construcción europea no se limita a un mapa repleto de infraestructuras inimaginables que facilitan nuestros desplazamientos o a un sello de calidad que cuida de nuestra integridad física. La UE es muchísimo más.
Como les ocurre a los mercados financieros, el atrevimiento notablemente arriesgado se paga muy caro y las consecuencias suelen ser desgraciadas repartiéndose en jornadas vestidas de luto. Al igual que les sucede a las bolsas de valores, la incertidumbre asquea nuestra naturaleza en cuanto elemento perturbador del sosiego necesario para tomar decisiones y emprender proyectos. Una prolongada incertidumbre acaba corroyendo nuestro buen juicio, envalentonando el ánimo mientras tanto. Basta ya de incertidumbre que se supone que somos expertos por razón de nuestra inteligencia en adaptación a escenarios cambiantes sabiendo qué hacer en cada uno de ellos y, sin embargo, llevamos mucho tiempo atrapados en una situación que urge desatascar.
Después de un semestre de dimes y diretes para olvidar reventado por el Brexit, hoy volvemos a ejercer nuestro derecho al sufragio. Con independencia de cuál sea el dibujo del arco parlamentario salido del escrutinio de esta noche, los españoles no estamos dispuestos a consentir el malgasto de más tiempo porque la incertidumbre que se ha instalado entre nosotros solivianta. Nuestros políticos han jurado y perjurado que no se convocarán terceras elecciones generales antes de acabar este año y, sin embargo, sus invariables posiciones sugieren lo contrario. Solo pensar en celebrarlas es una desfachatez. Queremos cerrar una infausta etapa sin más demora porque la gestión de los asuntos que nos conciernen apremia y el paisaje doméstico e internacional no invita a más divagaciones. Tengan por seguro nuestros representantes públicos que de suspender una vez más el examen del acuerdo rápido y provechoso para todos, habrán de abandonar el pupitre y el aulario sin tardanza para dejar paso a otros aspirantes a administradores. Nuestra paciencia, prudencia y generosidad no alcanza a aceptar dimisiones con efecto retardado a lo David Cameron. Faltaba eso.
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