Pero es que estoy hasta las narices de tanto invento foráneo y de la aparición de costumbres venidas de no se donde. Todas se acumulan alrededor de las celebraciones tradicionales y de los niños. Estoy en duda si es para traer “novedades”, o para intentar derrocar las costumbres ancestrales que tanto molestan a los “modelnos”.
Entre los alcaldes, la Coca-Cola y los grandes establecimientos, se ha puesto de moda relegar el verdadero sentido de la Navidad, los Reyes Magos y cuanto tenga que ver con las creencias religiosas. (Ojo, las católicas. Las chinas y las musulmanas tienen puerta abierta). Muchas luces y poco mensaje. Hay colegios en los que se prohibe instalar nacimientos, pero si que proliferan las figuras de ese señor gordo, venido del norte, para anunciar bebidas refrescantes, montado en un trineo volador que me recuerda a ET. Los niños se están olvidando de los pastores, el río de plata, los borreguitos ante el portal y el niño Jesús. Pero saben el nombre de los renos volantes y ahora, lo que es el colmo, de los apelativos con que se denominan a los puñeteros elfos. Unos individuos raros que me recuerdan a un pinocho encanijado. Entre Tolken y Harry Potter nos han intoxicado – y por ende, han intoxicado a los niños- con estos seres diminutos, muy conocidos en los países escandinavos. Unos duendecillos de orejas puntiagudas y enormes ojos que “alguien” esconde por las casas esperando que hagan travesuras. Aquí, hasta anteayer, no les conocía nadie. Lo siento mucho, pero como vea por mi alrededor un bicho de estos, le pego un pisotón por si fuera una cucaracha. Seguiré poniendo con mimo mi nacimiento, en el que algunas de sus desportilladas figuras, de barro sobre alambre, tienen más de setenta años. Exhibo con orgullo a un camello al que le falta una pata y al niño Jesús de siempre recostado en una pequeña piel blanca de borrego. Y los demás miembros de mi familia que pongan el árbol o lo que quieran. Zambomba, hojaldrinas y copa de aguardiente. Esas son las raíces que no podemos olvidar.
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