En varias ocasiones -como el que oye llover- he oído hablar del “don de lágrimas”. Como con tantas otras cosas, que ni salen en la televisión, ni engordan ni son pecados, he pasado por encima de este concepto como si se tratara de otra idea trasnochada y “demodé”, propia de carcas y de gente de derechas. Hoy me he parado a analizarlo.
A cuantos se les pregunta si lloran, o cuando han llorado la última vez, los encuestados responden que: casi nunca, o en último caso… cuando murió un ser querido. Lo confiesan con la sensación del que han cometido un acto vergonzoso. La mayoría de los seres humanos consideramos que el relajante ejercicio de llorar, va en detrimento de nuestra personalidad. Se llora de rabia, de pena, de risa. De tristeza o de alegría. Pero, en general, se llora poco. “Los hombres no lloran”; “llora, llora como mujer…” etc. etc. El acervo popular nos bombardea con la reprensión, cuando no el veto, del relajante y tonificante ejercicio del “llorar a moco tendido”. El “Don de lagrimas”, brillantemente defendido por los místicos, es tratado en Internet como cosa de “colgados”, del tipo de Teresa de Jesús y Clara de Asís, o de “fanáticos que se evaden de la realidad eligiendo caminos de calado masoquista” (Ars medica). También es considerado como recursos de poetas, y otras muchas lindezas. Para mí, es un sano ejercicio de “vivir”, que me hace recuperar mí, a veces olvidado, sentido de ser humano, que ríe con el que ríe y que llora con el que llora. Definitivamente yo soy un llorón… y a mucha honra. Mi buena noticia de hoy me la proporciona el descubrir que no estoy solo. De vez en cuando descubres gentes que, como tú, no ocultan sus sentimientos. Días atrás he tenido la oportunidad de comprobarlo. En un espacio concreto, lleno de jóvenes y algún mayor, alguien plantea una forma de relacionarse de manera que se consiga sacarle todo el jugo a la vida. De pronto, ante lo inesperado del discurso, varios de los asistentes –incluida la persona que organizaba el encuentro- comienzan a dejar asomar unas lagrimillas a sus rostros. En ese momento, todo el mundo se sintió mejor y más cerca de los que se encontraban a su alrededor. Por una vez el corazón pudo más que la cabeza. Llorar es sano.
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