David Príncipe Licini hace arte del paseo, un prurito el antedicho que se acentuó en este tan suigéneris merodeador de la cultura tras de la malhadada pandemia que nos asoló no mucho tiempo ha.
Fascinado del arte procesual, toma todas las referencias de cualesquiera paseo por el que encamine sus derroteros en pos de dotar al itinerario de una enjundia impensada por el paseador medio de tales vías.
Laméntase este hondo conjeturador de no disponer del suficiente tiempo para alumbrar sus cogitaciones por la vía artístico-creativa, si bien él expende su poética por donde transita, no en vano es un sugestivo polinizador de la fascinación.
El menú del día (escrito a tiza por una joven camarera) sobre una pizarra sita en la puerta del pequeño bar de un pueblo de Almería puede inspirar a este genitor de subterráneas posibilidades cuando de aupar a la magia de lo cotidiano se trata sobre los grises parámetros de la tan hostil cotidianidad.
Así, Príncipe Licini, asida la premisa en tan sureños como periféricos territorios, acaba portando su morral de fantasía y posibilismo por muy otros parajes en aras de, siquiera efímeramente, remedar la acción de aquella joven camarera andaluza, haciendo fluir por entre la acción (ahora rememorada en más noroestes emplazamientos) una nada desdeñable brisa de poesía; dotando su proceder de un bagaje cultural e intelectual que elevaría a este hacia estadios de plástica suntuosidad en connivencia con el entorno.
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