Venimos observando una volubilidad inusitada en la fugacidad de los 'statu quo', que ya no son mantenibles por largo tiempo. Durante años, creímos que la solución para desembocar en un mundo menos belicoso y más pacífico pasaba por integrar al Tercer Mundo en la esfera internacional. Un acto necesario, pero insuficiente.
Hoy día, la concatenación de acontecimientos que creíamos extemporáneos nos obliga a redefinir y a replantear quién debe liderar la batuta en el tablero internacional. Precisamos de una catarsis a escala global que descafeíne la visión maniquea actual de las relaciones internacionales. La dicotomía existente de la sociedad mundial es simple: una mitad del globo apoya a Estados Unidos; la otra, ya no tanto a Rusia – como sí lo hizo en la Guerra Fría –, sino a China. El dragón rojo y sus secuaces (Rusia, Irán o Venezuela) representan el futuro de una escena mundial incierta, destinada a revertir el paradigma presente. Archisabido es, de igual modo, que la sociedad global de nuestros días fue diseñada a medida de Estados Unidos.
En definitiva, vivimos en un orbe que, por ahora, sigue siendo tutelado altaneramente por los anglosajones, pero del que las autocracias no occidentales quieren adueñarse, y en el que Europa carece de voz y de voto a ojos del gigante asiático y del americano. Nos encontramos inmersos en una suerte de Neo-Guerra Fría o de Guerra Fría 2.0, utilícese el neologismo que más plazca. Es por ello por lo que se necesita una tercera vía, que no pasa ni por Estados Unidos ni por China; sino por la Unión Europea. En efecto, una pléyade de 27 naciones, concentrada en un pequeño espacio geográfico, se afana en liderar una alternativa en la que ninguno de los anteriores esté incluido y que, seguramente, ellos tampoco lleguen a comprender. Cierto es que la bonanza y desarrollo de esta hornada de países han venido muy determinados por EE. UU., aunque hay muchos aspectos que separan a los europeos de los estadounidenses.
El grupo europeo bien conoce, por la historia, las consecuencias fatales de haber recurrido a la división ideológica. Es el que más ha trabajado en pro de la paz nada más y nada menos que siete décadas- tanto en la escala continental como en la global. Pese a que existen fricciones en el seno de la Unión Europea, algo inevitable tanto en la diplomacia internacional como en cualquier relación humana, éstas no son óbice para llegar a acuerdos comunes efectivos. Desde la salida del Reino Unido de la UE y, carente esta última de un ejército común, Francia intenta liderar la voz del club comunitario. El ‘Hexágono’ sabe que tiene muchas cartas que jugar a favor de una Europa más pujante. En primer lugar, porque este fue el primer país que abogó por la construcción de una comunidad europea, en 1950. Primero, en mayo de ese año, por vía del ministro de Exteriores galo, Robert Schuman, con su famoso discurso en pro de la comunitarización del carbón y del acero. Unos meses más tarde, en octubre, el entonces primer ministro, René Pleven, propondría la creación de un
malogrado ejército europeo. También De Gaulle lanzaría invectivas contra la OTAN. Hogaño, Emmanuel Macron, advierte del estado casi vegetativo de la organización militar. Por otro lado, es la potencia que más lazos ha tejido con el mundo árabe, africano y con en el pacífico sur. Cuenta con territorios de ultramar en todos los rincones del planeta y su arsenal nuclear no es nada desdeñable.
No obstante, todos estos atractivos vienen revestidos de una visión rencorosa hacia la nación gala en esos territorios: Argelia e Indochina son solo dos ejemplos. No es un buen indicador que Francia haya sido obligada a salir de Malí o Burkina Faso, donde servía de baluarte contra la propagación del terrorismo islámico hasta las puertas de Europa. La campaña antifrancesa y antidemocrática llevada a cabo por Rusia y China ha calado en África, un continente que ya no queda en manos de los europeos por el amargo recuerdo colonial, pero del que Putin y Xi Jinping se sirven, sin ningún reparo, para abastecer sus economías. Hipocresía pura y dura, y todo a expensas de los países africanos, que salieron de Málaga para meterse en Malagón. Dicho esto, debe reinar el optimismo. La tercera vía no depende solo de Francia. Es más, ningún país en concreto debería capitanearla. Se trataría más bien de unir sinergias y de aportar cada uno su granito de arena, como se viene haciendo en el Consejo de la UE y en las sesiones del Parlamento correspondiente. La tercera es una alternativa a la OTAN y a los BRICS (éstos no son más que una refundición del antiguo Pacto de Varsovia), y constituye un alegato en pro de la democracia y la libertad. En ella, al menos por ahora, también entra Hungría, por mucho que nos pese, pero Budapest es tan solo un mal menor al que se puede encarrilar. Si no, Víctor Orbán podría apostar por un Hungrexit, aunque no parece una opción ni sensata ni popular.
Para salir reforzada y victoriosa, la UE necesita, se quiera o no, un ejército. Este es un debate peliagudo. No solo por la pertinente cesión de soberanía, sino también por el fracaso del mencionado Plan Pleven. Sin embargo, todo buen estadista sabe que la armada y la soberanía van de la mano, y que ambos consolidan la fuerza de una potencia. En vez de esforzarse ímprobamente en destinar el 2 % del PIB a la OTAN - como Trump estableciera antes de abandonar la Casa Blanca -, los Estados miembros del Tratado del Atlántico Norte deberían cerrar filas hacia el ejército europeo. Ahora bien, esta reflexión suscita planteamientos dubitativos. Entre ellos, la altísima improbabilidad de que EE.UU. consienta una disolución de la OTAN. Por encima de su cadáver. Otros argüirán que equiparse de una fuerza armada europea supondría echar más leña al avivado fuego de la escena mundial. No tiene por qué ser visto así. Dotarse de un ejército común debería dejar de ser una ilusión irrealizable. Es más, sería una obligación moral y material de la UE: resucitar la Comunidad Europea de Defensa. No solo por repeler la constante amenaza extranjera -rusa, mayoritariamente-, sino también para dar mayor solvencia, respeto y credibilidad a la Unión Europea. De otro modo, el futuro del panorama internacional persistirá siendo más bien lúgubre si se decide ningunear a la Unión Europea. Somos los propios europeos quienes debemos dar un paso al frente y dejar de dorar la píldora tanto a unos como a otros.
Se está normalizando el repliegue de alianzas en torno a EE. UU. y China, sin otras alternativas. En el fondo, Washington y Pekín son dos mitades diferentes de una naranja global, de por sí cítrica, y cuya agrura ya ha quedado más que demostrada. Los veintisiete tienen una oportunidad de oro para interponerse entre ambas semiesferas y engendrar otro fruto, más dulce y maduro, y a cuya siembra quiera unirse el resto del mundo. Por ahora, a falta de cosechas más ambiciosas, la única simiente que sigue plantando la UE es la de la persistencia en clamar su voz, su alternativa. Desgraciadamente, aún en muchas ocasiones, lo sigue haciendo en el desierto.
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