Es otoño, concretamente el 3 de octubre de 1849. Una lluvia fina, que se disuelve entre la niebla del amanecer, moja las octavillas y la propaganda acumulada en las esquinas de la cuidad de Baltimore. Las oficinas electorales improvisadas en tabernas de mala muerte han cerrado ya sus puertas, en espera del recuento para la obtención de una plaza de representante del estado de Maryland en el Congreso. De entre los intersticios de los adoquines la lluvia ha levantado un hedor tardío de whisky y vómitos.
Hay una suciedad hacinada como consecuencia de la resaca electoral. Tras ella se esconden tantas ratas como estafadores, que bien pernoctan a espaldas de la justicia en el interior de un vagón sobre las vías ferroviarias, o bien dilapidan joyas y dinero robado jugando a los dados con la muerte como compañera, en el puerto de la bahía de Chesapeake. De vez en cuando, a modo de aviso, las navajas de los allí presentes emiten algún que otro destello mortuorio, justo en el momento en el que la luna ya pálida, a punto de esconderse, fija sus pupilas sobre el metal, y un rayo ilumina el rostro avieso y macabro de quien arroja los dados sobre el asfalto desafiando a su suerte. A pocos metros de allí, Joseph Walker, impresor del periódico Baltimore Sun, se ha detenido estupefacto pues entre una de aquellas montoneras de octavillas y periódicos inservibles, un hombre, tirado y semiconsciente, se agita convulsamente entre espasmos y alucinaciones. Padece todos los indicios de haber sufrido un delirium tremens. Tiene el rostro desencajado y su cuerpo, empapado en sudor, ha entrado en un oscuro diálogo con las sombras de lo sobrenatural. Su alma estremecida por el delirio ha conjurado abandonarlo en el último escalofrío. Será llevado al hospital con la máxima urgencia, sin embargo, ya no había nada que se pudiera hacer por él. La mirada era tan vacía, tan raída y escasa como el capote militar que usó en West Point y que aún hoy le servía para abrigarse de la pobreza.
Como escribió Baudelaire, Edgar Allan Poe dejó esta vida cuando comenzaba a tomar conciencia de su horrible destino. No tenía sentido seguir viviendo en una sociedad corrupta, tropel de miserables que esperó hasta su muerte para cubrir de fango su nombre, y en los labios de un Griswold corroído por la envidia, tiznar de leyenda negra su epitafio.
Dos años antes, Poe había sentido dolorosamente como se desvanecía su única esperanza. Su mujer Virginia Clemm moría a los veinticuatro años de edad, de un ataque irreversible de hemoptisis. Entonces el poeta volvió a beber como un loco, buscando en la voluptuosidad del alcohol el veneno del olvido. Navegar sin rumbo, únicamente hacia el precipicio, a través de las sugestiones violáceas, destructoras y mágicas del láudano. Arrastrado por un vértigo, sólo comparable al de sus propias narraciones, donde a través de un estilo sobrecogedor el diablo, en forma de cuervo, se había posado sobre su hombro para sangrar con sus uñas la piel, y punzar, desde la angustia, cada uno de los nervios.
Pretendió, Edgar Allan Poe, sin éxito, ahogar en alcohol un gusano que llevaba dentro y que no sólo se negaba a morir, sino que poco a poco iba devorando su interior, como la cólera devora el genio de los incomprendidos. Y en ese fallido intento homicida, Poe consumía los escasos momentos de lucidez indagando en todo un severo método de análisis y deducción, una inteligencia y un sistema de razonamiento, cubierto siempre por la sombra de un cuervo amenazador. De ese pájaro capaz de imitar la voz humana y heredero de la pasión mórbida, que con su inquietante presencia grababa el destino funesto y fatal de quien, sin remedio alguno, había sido elegido como macabro compañero.
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