Forman parte los números de nuestra realidad y, a menudo, la explican, pues el mundo se presenta, en general, como entidad mensurable y tangible. La numerología, con sus luces y sus sombras, viene dando cuenta de ellos a lo largo de los siglos. En la Grecia antigua, Pitágoras les imputó propiedades místicas, entendiendo que influían sobre la vida y el cosmos. Por otra parte, se tendió, en casi todas las culturas, a distinguir entre números propicios y perniciosos, como ocurría, y tal vez ocurre, en la cultura china, en relación, o eso se afirma, con la pronunciación de cada dígito, aunque desconozco todo sobre esa lengua y sus variedades. También en el ámbito judeocristiano hay números sagrados y otros de naturaleza infame, siendo el siete (los días de la creación) muestra de los primeros y el 666, el Anticristo, de los segundos.Asimismo, podemos citar, como paradigma de todo ello, a la cábala, o misticismo hebreo, en la que los guarismos adquieren un significado profundo. Ha formado parte, por tanto, la numerología de campos muy diversos, como la alquimia, la religión, la astrología o la propia arquitectura. La proporción áurea, numérica y geométrica, parece que articula a la naturaleza misma, y estuvo presente en las preocupaciones y métodos de matemáticos, arquitectos y artistas en general.
A pesar de todo lo dicho, parece que tendemos más al “anumerismo” que a lo contrario. La expresión, un tanto cacofónica, fue acuñada, en 1988, por John Allen Paulos (1) y se puede definir como incapacidad para comprender conceptos matemáticos aplicados a la vida real y, en general, para pensar el mundo de manera científica y racional.
No entender los números o percibirlos como entidades ajenas a nosotros (el consabido “yo soy de letras”, expresado con orgullo de la propia ignorancia) nos hace sin duda más manejables. Ya no sólo es que nuestra realidad esté constituida con la argamasa de las cifras; es también que, en nuestro día a día, lidiamos con ellas: los datos que nos circundan de manera constante, aunque soslayemos observarlos, como el IPC o la probabilidad de lluvia que examinamos en las aplicaciones de nuestros celulares, se cimentansobre dígitos, y es necesario saber leerlos e interpretarlos.
Puede que denostemos su análisis por pereza, o por una tendencia al holismo que aborrece el reduccionismo de las cantidades, o porque es preferible no contrastar nuestras ideas o creencias con la realidad cruda que nos muestran. La propensión parece ir a más. De ahí tal vez lo de las matemáticas socioafectivas. Vamos soslayando la estimación de los números reales, es decir, los no metafísicos, que expresan nuestra realidad y son lenguaje de la ciencia, aunque conservamos cierta predilección por los otros, por los místicos, los de la numerología intangible, que aplicamos, en alarde providencialista, a asuntos como el de las diversas loterías.
Tal vez el desprecio creciente por los números palpables, es decir, la tendencia al “anumerismo”, y perdón de nuevo por el vocablo, forme parte de un proceso más amplio que el desconocimiento matemático, o la abulia reflexiva. Huimos seguramente de todo aquello que establezca condiciones independientes de nuestra percepción y de nuestras emociones. Presiento que la obscuridad de la superstición, contra la que militaron los ilustrados, no era solo resultado de la ignorancia o del déficit educativo. Hay algo más que nos vincula con las sucesivas nigromancias, espirituales o materialistas, que se imponen en el mundo, circulando en torno a religiones e ideologías. No nos gustan los números, además de por desidia analítica, porque detestamos observar nuestro entorno sin las gafas del prejuicio y del sectarismo. El mundo es un lugar inhóspito cuando lo transitamos a pecho descubierto con la única ayuda del raciocinio.
-------------------------- (1) John Allen Paulos (1988) El hombre anumérico: el analfabetismo matemático y sus consecuencias. Tusquets, 2016.
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