No es oro todo lo que reluce en las ciencias, así nombradas en plural y con minúscula, frente a una concepción más metafísica que se escribe Ciencia. Cuando de ello hablamos, o escribimos, nos referimos al avatar contemporáneo del viejo Logos. Este, dicen, nació en la Grecia antigua, como relato racional opuesto al mito, si bien no está claro que se tratara de un antagonismo pleno. Sea como sea, el Logos, fuera lo que fuera, y entendido en el contexto de los “físicos” presocráticos, expresó la noción del conocimiento racional frente al de la creencia. Más tarde, Aristóteles definió la ciencia como discernimiento de las causas de las cosas.
Desde ese origen hasta hoy, hubo una larga evolución, que acabó por cristalizar en el método científico y en las disciplinas o ciencias que conocemos. En relación con ello, está la cuestión del llamado fundamentalismo científico. Se trata de un asunto arduo, que viene ya de la primera mitad del siglo XX, y que consiste en considerar a la ciencia, y a los científicos, como poseedores de una verdad irrefutable. El materialismo filosófico de Gustavo Bueno lo entiende como ideología metafísica vinculada al ideal de omnisciencia y al monismo. Es decir, lo contrario al pluralismo, al presentarse como manera única de conocimiento. Esta actitud, o pensamiento, puede ser detectada ya en la primera mitad del siglo XX, en relación con la eugenesia, cuyos resultados ideológicos y políticos fueron los que sabemos. Parece, pues, que la contribución práctica y tecnológica de las ciencias no es incompatible con el relleno ideológico de cada tiempo y lugar.
Hace cien años se medían cráneos y se clasificaba racialmente a los seres humanos, lo que suponía el no va más del conocimiento; lo hacía la Antropología Física al mismo tiempo que la Biología contribuía a la citada noción de eugenesia, tan cara a los que la sufrieron.
En consecuencia, no es bueno convertir a lo que denominamos Ciencia en una suerte de verdad oficial, clarividente y situada, en cualquier contexto, por encima de las otras verdades de andar por casa, pues las suyas son asimismo provisionales. Es por ello por lo que nuestros Estados no confesionales deberían huir de la verdad oficial, religiosa, historiográfica o científica. No conviene que el Estado tenga ideología, como no conviene que tenga religión; por ende, no resultan deseables las verdades oficiales, siempre en el límite del totalitarismo. La democracia vive del pluralismo, no solo partidista, sino asimismo ideológico y vital. Las verdades únicas, como el pensamiento único, conducen a la opresión. Lo que es hoy ciencia puede ser mañana pseudociencia; en tiempos decimonónicos, el espiritismo, el mesmerismo o la homeopatía se concebían como razonables y científicos con todas las de la ley. Solo el pluralismo, y nunca el monismo, siempre metafísico, nos amarra a la libertad.
Sentenció André Glucksmann, el polígrafo francés, que “es más fácil ponerse de acuerdo sobre lo que es el infierno que sobre lo que es el paraíso”. Lleguemos, pues, a un acuerdo sobre dónde se ubica el Mal, para evitarlo, pero no pretendamos saber dónde reside el Bien, pues tendremos la tentación de imponérselo al resto. Eso es el pluralismo. Pero, en los últimos tiempos, la tendencia aparente es la contraria.
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