Nos hemos acostumbrado a su presencia cada día en nuestros hogares a través de sus lecciones de cocina sencilla y “rica, rica”. Pero detrás de una presencia agradable y un discurso bien hilvanado, se trasluce una sabiduría asentada por el paso del tiempo y la experiencia adquirida. Siento admiración, además de por su aporte culinario, por su defensa acérrima de la familia y de los valores tradicionales. Además lo hace sin jactancia y con sencillez. Lo que no impide su profundidad. Hace unos días estuvo en un programa de televisión presentando su último (y enésimo) libro de cocina. Habló de recetas como excusa. Pero su verdadero mensaje lo centró en la tranquilidad. Soy incapaz de repetir sus palabras en euskera. Pero me quedo con sus gestos apelando a la mesura ante las situaciones perturbadoras de cada día.
El lenguaje de los gestos y la mirada limpia lo dice todo. Por otra parte habló de su extensa y unida familia. Sin ningún tipo de complejos. (Digo complejos porque a los que pertenecemos a una familia numerosa, de verdad, se nos mira con cara rara y se nos pregunta si pertenecemos a una determinada comunidad religiosa, o nos sueltan la manida gracieta del televisor). Hablaba de un crecimiento de su familia basado en la unidad, de un matrimonio de muchos años de duración y de trabajo. Mucho trabajo. El discurso público, publicado y vivido por Arguiñano es una fuente de buenas noticias para todos. Es un oasis en medio de un desierto de valores salpicado de discursos negativos, revanchistas y provocadores. Lo terminó diciendo que solo hay que luchar para que haya igualdad y comida para todos. Buen tipo este zarauztarra.
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