Cada día pienso con más determinación que George Orwell era un vidente que, quién sabe si consciente o inconscientemente, imaginó un futuro lúgubre, pero acertado. Su proeza reside en que describió dicho porvenir en una época sumamente complicada, la posguerra mundial. Aunque parezcan descabellados, hoy conseguimos establecer paralelismos escalofriantes entre los acontecimientos de sus novelas y los de la sociedad contemporánea. Acertó al concebir una distopía -1984- cuyas particularidades, aún allende ese año, prosiguen siendo un tanto certeras. Otra de sus obras, Rebelión en la granja, está hoy más que nunca de actualidad.
El asesinato de Navalny en extrañas circunstancias ha sido el último ejemplo que nos permite entender que la Rusia que vituperaba Orwell no dista tanto de la actual. El argumento es sencillo: refiriéndose a la Revolución de 1917, los animales de una granja, desencantados por las tropelías de sus dueños, los humanos, se sublevan. Son los cerdos (nótese qué tipo de animal escogió el autor británico) quienes, encarnados en las figuras de Marx, Trotsky, Molotov y Stalin, asumen el liderazgo del rancho. A partir de ahí, se suceden, al dedillo, todos los acontecimientos que acaecieron en los albores de la Unión Soviética: la mala relación entre Trotsky y Stalin, y el encargo de asesinato del primero por parte del segundo, la adaptación de una bandera con una pezuña y un asta (la hoz y el martillo), la alteración de los datos de las cosechas para manipular al pueblo y la consiguiente desilusión de éste por lo que, un día, creyeron que sería una revolución. Mudaron los verdugos y el carácter histórico que reviste a esa historia, pero las correlaciones siguen siendo oportunas.
En efecto, como si de una escena de Rebelión en la granja se tratase, actualmente, en las esferas del poder de Rusia no se puede distinguir “al cerdo del hombre”, tal y como citaba Orwell. Quién sabe si los rusos volverán a rebelarse algún día contra Putin. El contexto sería diferente. No se hablaría de terminar con el imperio del zar (aunque a veces parezca que la actual Rusia es una refundición de las eras zarista y soviética), sino con una federación. No es negligente apuntar a que el régimen de la federación rusa ha sido puesto sucesivamente en la picota por la cascada de envenenamientos y asesinatos de disidentes, incluyendo el abanico desde periodistas hasta opositores, pasando por espías. Volvemos a apreciar un déjà-vu de la historia. Quizá sea naíf pensar que el régimen de Putin será sempiterno. También se tendía a creer lo mismo respecto al zarista y al soviético, y tuvieron finales bastante turbulentos. Es curioso que, disponiendo de herramientas más sofisticadas o inexistentes respecto al s. XX (a saber, Internet y numerosas organizaciones internacionales), parece más difícil cortar el mal desde la raíz. Sí, la pseudodemocracia rusa tiende a ser puesta en evidencia a través de las redes sociales, debilitada mediante la congelación de activos de oligarcas o el lanzamiento de órdenes internacionales tan potentes como la de la Corte Penal Internacional, pero su efecto se ve limitado, a todas luces, porque la república presidencialista rusa sigue respirando.
De darse una revolución, se lucharía por lo mismo: el fin de la opresión y la búsqueda de la verdadera libertad, esa que Orwell describía como el derecho a decir lo que los demás no quieren oír. La granja (Rusia) y sus animales (ciudadanos) siguen estando ahí. El humano, el zar contra el que se rebeló la animalada, también. Se llama Putin. En ese escenario tan poco imaginable hoy, pero no imposible, puede quedar una reflexión clave que hace temblar: Si hubiera una nueva rebelión en la granja, ¿vendría un cerdo a sustituir al hombre? En ese caso, de nada habría servido la sublevación.
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