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​¡Paga, Gordo!

Arnaldo sigue teniendo una cuenta pendiente con su conciencia, ya que no con la justicia
Kepa Tamames
martes, 20 de febrero de 2024, 09:08 h (CET)

Gordo no paga. Tampoco Bigotes. Y eso que la cantidad a abonar en sentencia firme era como quien dice calderilla. Pero te declaras insolvente, y listo. El resto consiste en esperar a que la pena prescriba, se cierra entonces el caso, y a otra cosa mariposa. Lo único, que la judicatura no mostró al parecer interés alguno en seguir la vida laboral de Gordo, pues de haberlo tenido, quiero pensar que algún toquecito le hubiera dado: “Eh, Arnaldo, ahora que manejas pasta, págale a Luis lo que le debes, anda”. Porque don Arnaldo ha ganado su dinerín desde la sentencia: camarero, parlamentario, liberado de no sé qué chiringuito… ¿Nunca ahorró cincuenta mil pelas para pagar a su víctima? ¡Venga ya, Arnaldo, no nos tomes el pelo! Trescientos eurillos te los gastas tú invitando a los camaradas a una cena de sidrería. Juerga nocturna aparte.


Habrá entre los lectores quien ya sepa de qué va todo esto. Y para los que no se apean, ya se lo cuento yo.


Arnaldo (Gordo) y Luis María (Bigotes) secuestraron a punta de pistola a Luis, hace la tira de años, a finales de los pasados setenta. Con el cañón apretándote el costado, a ver quién no entra en el coche. A pesar de llevar los ojos tapados con algodones y rematados estos por unas gafas oscuras, el conductor dio vueltas y más vueltas por las calles de Vitoria, cambiaron de automóvil, para despistar al pasajero recién incorporado. Tras una hora llegan a destino: los montes cercanos al pueblo de Arnaldo, supongo que por tener el «curro» cerca de casa, facilitando así la conciliación laboral, el sueño de cualquier proletario.


En el zulo morará Luis durante nueve días con sus noches, estas peores que aquellos, pues a los «carceleros del pueblo» les daba por hacer con él jueguecitos macabros, como obligarle a dispararse un revolver en la sien. No había balas, con lo que todo quedaba en un susto morrocotudo ―a punto estuve de escribir «un susto de muerte», pero rectifiqué a tiempo―.


¿Pero qué necesidad había de aumentar el sufrimiento del prisionero con aquel show de mierda? Si hay que secuestrar, se secuestra; y si hay que matar, se mata. Nada de ello es deseable, desde luego, mas la vida es muy compleja, y los humanos más. Porque hasta en la guerra abierta deben respetarse unas líneas rojas, que de traspasarse convierten a una lucha quizá lícita en un estercolero moral. En la guerra equis resulta legítimo matar o aprehender a miles de enemigos en el frente, en justa lid; pero torturar o matar a un solo prisionero en la retaguardia es delito de lesa humanidad. Dentro de la locura de la guerra, la cosa tiene su lógica, y bien está que así sea.


Pero cuando Gordo y Bigotes secuestraron a Luis no había ninguna guerra abierta, como no fuera la que anidaba en sus fantasiosas mentes. No exigieron rescate alguno para la liberación, sino que hicieron ver que la empresa debía firmar determinados acuerdos favorables a la plantilla de trabajadores. Y los firmó, nunca se sabrá si rendidos al chantaje o por decisión ya tomada antes del rapto de su director. Tras nueve días, se encuentra de nuevo Luis en las calles de su ciudad, desorientado y aterido de frío… o acaso fuera de miedo. Un miedo que no se le fue nunca, porque Luis, medio repuesto del trauma, no dudó en hacer las maletas y marchar a trabajar tan lejos como pudo: Brasil. Pero su familia directa (esposa y seis hijos) reconoce pesarosa que “nunca volvió a ser el mismo”.


Acabó regresando a España, pero no al País Vasco, sino a Valladolid, donde la empresa tiene uno de sus centros de producción, hasta que le llegó la hora de jubilarse.


Dicen que el tiempo lo cura todo, pero a Luis nunca se le curó tan amarga experiencia. Declara uno de sus hijos que “durante el secuestro se sintió tan humillado que perdió su brillo natural, se apagó, se volvió más reservado; se sintió convulsionado como persona”.


A pesar de tan amargo recuerdo, sí, volvió a su querida Vitoria, no sabemos si consciente de que la vida no le iba a regalar mucho más. Un año después falleció, como suele apostillarse, tras una larga y penosa enfermedad. Tampoco sabemos en qué medida la letal dolencia fue una maldita somatización del padecimiento moral nunca superado.


Pero volvamos a Gordo, quien sigue teniendo una cuenta pendiente con su conciencia, ya que no con la justicia. Yo que tú pagaba la deuda, Gordo, porque a lo mejor no te compensa ahorrarte quinientos pavos. Imagínate que a algún «justiciero popular» le da por asaltarte en un momento dado y te saca los cuartos a la brava, sin zulos ni algodones en los ojos ni hostias en vinagre: “¡Tío, suelta ahora mismo trescientos euros, o te rebano el pescuezo aquí mismo; que ese dinero no es tuyo, cabrón, y bien lo sabes!”. Piénsalo por un momento, Gordo, y llámalo karma, o restitución moral, pero los quinientos acaban en manos de quien los merece, primero por sentencia judicial, luego por justicia popular. Hasta te ahorrarías el zulo, Gordo, un regalazo.


¿Que para qué querría a estas alturas la familia de Luis tan modesta cantidad de dinero? Ni lo sabemos ni debiera importarnos, porque suyo es por ley terrenal. Lo más probable es que se lo gastaran en un precioso ramo de flores, y yo les alabaría el gusto.

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