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De la política y la incultura

Los hábiles dirigentes han fomentado la tensión colectiva para anular la capacidad crítica del ciudadano
Vicente Manjón Guinea
lunes, 4 de marzo de 2024, 11:05 h (CET)

Escribió en cierta ocasión Rafael Chirbes, en uno de sus Diarios que «ahora hay que mecer el territorio y pisotear al contrario. Anular las conciencias críticas y fomentar el sentido de pertenencia». Esa es la clave para seguir en el poder. Fomentar la incultura. Convertir a los ciudadanos en repetidores de consignas y por supuesto acabar con la individualidad. Que hoy día unos tipejos que fueron elegidos por los ciudadanos se dediquen a esquilmar los fondos públicos, no implica nada. No pasa nada. Nadie dimite ni sufre escarnio público. Los ciegos seguidores y votantes lo justificarán diciendo «es que los del otro lado también lo hicieron». O conmigo o contra mí. No hay otra posibilidad. Los hábiles dirigentes han fomentado la tensión colectiva para anular la capacidad crítica del ciudadano.


FOTO DE VICENT A JANSSEN


Quizá, lo verdaderamente esencial es que el ciudadano, lejos de dejarse manipular exigiera, sin contemplaciones, la cabeza de los defraudadores, de los viles estafadores que se sirven de su cargo público para enriquecerse en lugar de cumplir con las obligaciones ciudadanas para las que fueron elegidos. Fueran del sesgo político que fueran. Porque dichos individuos no es que tengan esos ideales, sino que se encubren bajo esas siglas para su propio beneficio a costa del erario. A costa de los impuestos y el esfuerzo de cada uno de los ciudadanos que conforman un país.


La verdadera armonía de un buen gobierno solo puede producirse si el individuo, en lugar de sacar provecho personal de un puesto público, antepone los intereses de la comunidad a los privados. Solo si la plebe, en lugar de dejarse seducir por los demagogos y tomar partido a ciegas por quienes les embaucan, exige sus derechos naturales y separa la fortaleza del Estado de los intereses partidistas de cualquier sigla, solo entonces, se podrá restablecer un buen gobierno.


Tenemos la capacidad de decidir a nuestros dirigentes cada cuatro años, pero no sabemos emplearlo, porque nos convertimos en borregos de banderas, de siglas y estandartes ideológicos prostituidos. Tenemos la capacidad de cambiar nuestro voto por uno u otro partido político cada vez que se nos presente la oportunidad, pero no sabemos desprendernos de esa estúpida pertenencia de clan, sin llegar a valorar los verdaderos méritos de nuestros dirigentes elegidos. Quizá si el voto cambiante fuera de un ochenta por ciento y no de un veinte, nuestros dirigentes pensarían más en salir reelegidos por sus méritos que en forrarse a la mínima oportunidad. Quizá si nuestra justicia fuera verdaderamente independiente, aludiendo a esa separación de poderes de Montesquieu, tanto el legislativo como el ejecutivo se pensarían detenidamente si merece la pena enfocar sus intereses en enriquecerse o en realizar una verdadera política para el ciudadano. Una política que fomente los pilares básicos y necesarios como la educación y la sanidad. Como el servicio a lo público en general.


Hemos dado el poder a gente chusca e inculta. A tipejos de arrabales, a rastacueros que encima se ríen con chulería de las instituciones públicas. Me da igual como se les dibuje, engominados que se persignan en las iglesias cada domingo, o individuos que limpian sus morros con la manga grasienta de la panceta en las fiestas de su pueblo. La verdadera revolución no puede venir nunca desde arriba, porque no son ellos quienes desean cambiar las cosas. Ellos seguirán siendo los mismos de siempre, de un color o de otro. La revolución debe venir desde las bases. Desde los cimientos. Desde la fluidez para cambiar el voto si la cosa no funciona. Pero esa capacidad para saber defender una decisión solo puede estar avalada por la cultura. Algo que tan debilitado, interesadamente, se encuentra en estos momentos. Como dijo Jesús Quintero, hemos llegado a un punto en que el inculto incluso se jacta de no tener estudios o de no haber leído nunca un puto libro.


La cultura siempre está bajo algún tipo de amenaza, desde la intolerancia política hasta la posibilidad de una plaga de polillas o pececillos de plata que abren cráteres en la celulosa del papel. Los bibliófobos hoy en día no son tan toscos como esos santos inquisidores de la Edad Media que perseguían los textos de orientación sexual, o como los nazis que se dedicaron a quemar libros el 10 de mayo de 1933 en las plazas públicas. En los tiempos modernos, los odiadores de los libros, se han convertido en marionetitas costaleras de las redes sociales. Del Facebook, del TikTok, del X o del Twiter, que en menos de dos líneas crean doctrina. ¿Para qué leer un libro, cuando yo te doy la solución de todo en tres frases?


Son un séquito que se han convertido en generadores de opinión perpetua. Una especie de censores con la intención de crear compartimentos estancos de los que difícilmente pueda salirse un ciudadano. Una estrategia que no busca otra cosa más que anular la individualidad.


Escribió en uno de sus continuos momentos de lucidez Jaime Gil de Biedma que «ignoro si alguna vez seré comunista, pero soy decididamente un compañero de viaje y ahora con más vehemencia que nunca. Ignoro si el comunismo será bueno en el poder, pero es bueno que exista. Mientras no esté en el poder estaré a su lado; después ya se verá. Lo importante es acabar con lo de ahora».


CICERON


Por eso creo que son bienvenidos partidos de nueva creación como CREE o IZQUIERDA ESPAÑOLA, que puedan ejercer un control sobre los casinos y chiringuitos creados alrededor del Estado y de las instituciones públicas por culpa de nuestros pasados y actuales dirigentes. Hay que buscar el brío de la moralidad y de la ética, la integridad de Cicerón y no dejarse llevar por la resignación, por ese poder absoluto de los César. Puede que después nos demos cuenta de que nos equivocamos y entonces será el momento de cambiar nuestra opción de voto y castigar a quien no ha cumplido adecuadamente con sus deberes ciudadanos. Pero ahora, lo importante, lo necesario, como dijo Gil de Biedma, es acabar con lo que tenemos.


Conseguir arañar beneficios sociales es un duro y largo trabajo a lo largo de los siglos para que, en dos suspiros, varios crápulas acaben con ellos con el único fin de enriquecerse, incluso gracias al negocio de la muerte. Lo que tenemos ahora, los representantes de los partidos políticos que sientan sus posaderas en los escaños del Congreso, se encuentran más preocupados por tapar la porquería que por perseguirla. Tienen entre sus ropajes el hediondo olor de la corrupción.


Aludiendo al escritor austriaco Stefan Zweig en El mundo de ayer «los grandes hombres son siempre los más amables y los que viven deforma más sencilla». Lo que tenemos hoy en día a los mandos y a la expectativa de coger esos mandos de nuestro bienestar no son grandes hombres ni grandes mujeres. Son una pléyade de vividores. Una auténtica chusma.Es el momento de cambiar esto, porque me hago viejo y me doy cuenta de que como dijo Jaime Gil de Biedma: «…la vida iba en serio».

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