Desde tiempos inmemoriales, más de medio siglo, la “pastora” y un servidor de ustedes abonamos nuestros gastos funerarios para que ninguno de nuestros descendientes se enfaden en demasía por tener que acoquinar el importe de posibles ataúdes, transportes y cremaciones hoy en moda.
Y para que no se nos olvide que la tenemos que diñar -aunque la Iglesia Católica se hace cargo del tema con el Miércoles de Ceniza- nosotros no tenemos domiciliada la cuota mensual que abonamos para nuestro sepelio, sino que un cobrador de la compañía, toco madera, se encarga mensualmente de enviar un cobrador que pulsa el llamador del portal y con voz lúgubre se escucha en el teléfono de la cocina: “Meridiano”, o sea, la hora de los muertos.
Desde hace unos meses se encarga de tal menester una linda criatura de cerca de 1,80 metros, cabellos rubios, sonrisa abierta, pechos sublimes y esbeltas piernas; desde que se produjo el cambio me encargo del pago, la invito a que penetre el umbral de la entrada del piso, le pregunto por la vida, ella sonríe y le regalo algún que otro libro para hacer grata su estancia en ese su sombrío trabajo que ella reconvierte en salto de regocijo hacia más vida.
Hace unos días me encontraba en el Gran Vía sorbiendo lentamente un güisqui de conversación con personas que nada piden y solamente dan amistad, cuando sonó el móvil y ella, Rosi, me avisó que Anabella, la cobradora, se iba a acercar hasta la “parroquia” para cobrar el mes de julio.
No éramos más de seis los que compartíamos a nuestra leal entender terral, copa y un cierto tedio, cuando Anabella, pura manifestación sagrada de lo humano, acampó entre nosotros como sol radiante que, oh milagro, refrescó el ambiente en la totalidad de los sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto.
Lógicamente intenté invitarla a una dorada y fresca cerveza, pero con dulzura declinó la invitación. Le aboné los meses de agosto y el presente y, tras algún guiño picaresco, tomó rumbo a poniente en su moto.
El “coronel” me comentó si era posible que yo solicitara de la fúnebre compañía el pago diario de la cuota mensual, al tiempo que “el pollo” -cómo quiero al “pollo”- soltó, como el que no dice nada, que ya sabía la causa de mi posible inmortalidad.
El resto ha cambiado de seguro fúnebre.
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