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​La voluntad de ser padre

“Engendrar un hijo, no convierte a nadie en padre, al igual que el tener un bisturí, no convierte a quien lo posee en cirujano”
César Valdeolmillos
martes, 19 de marzo de 2024, 10:22 h (CET)

Aunque la historia se remonta a varias décadas anteriores, en España, la conmemoración del “Día del Padre”, parece que encuentra su origen en 1948. Fue la maestra Manuela Vicente Ferrero, quien propuso que el 19 de marzo, coincidiendo con el día de San José, padre adoptivo de Jesús según la tradición cristiana, se rindiese homenaje a la figura paterna, reconociendo así su importancia en la formación de la familia y su papel en la sociedad.



¡Padre! En el mundo Occidental quizá sea esta la figura más importante, la más trascendente, la más grande, pues a la postre, nosotros, sus hijos, somos fruto de la voluntad de El Padre, principio y fin de todas las cosas.


Entre los mamíferos, cada vida es el resultado de una cópula, la consecuencia de aplacar, aquietar, solventar un apremiante instinto puramente animal. No es la sangre lo que hace padre a un hombre.  No se es padre como resultado de un instinto ancestral, sino por el deseo de vivir entregado, hasta el fin de los días, a quien habrá de ser la prolongación de sí mismo, a quien habrá de ser la prueba irrefutable de nuestro paso por aquello que se nos presta al concebirnos: la vida.


Ser padre no es conformarse con procurar el sustento del hijo concebido; no es vestirlo o colmarle de cosas que simplemente se compran con dinero. Un padre que lo es por vocación, una vez tenga a su hijo en los brazos y reciba su primera sonrisa, ya nunca volverá a vivir en él; dejará de ser quien es para vivir en el hijo.


La paternidad es el desempeño de una misión, con frecuencia mal reconocida, y no pocas veces, por demás ingrata. “Yo no he pedido venir al mundo”, es una frase que raro es el padre, que de labios de alguno de sus hijos, no ha escuchado alguna vez. El padre está llamado a ser el sufridor en silencio de los miedos, las zozobras y las frustraciones del hijo, y casi siempre, preguntándose si es él, el responsable de sus errores.


Ningún padre, por el hecho de serlo, tiene derecho a esperar de su hijo, reconocimiento ni correspondencia afectiva alguna. El amor, como la libertad, siempre hay que ganárselo.


En el río sin retorno que es la permanente sucesión o relevo entre generaciones, el niño para el cual su padre era su paraguas, su refugio, su héroe, su dios —porque a sus ojos todo lo podía— poco a poco se irá desprendiendo del que un día fue su escudo protector, irá tomando distancia para comenzar a ser protagonista de sí mismo. Es en ese tratar de recuperar —ya tarde— la cercanía del hijo que empieza a hacerle frente, cuando, patéticamente, hay padres que intentan, fingen, hacen el triple salto mortal, para “ser su amigo”. ¡Vano intento! El padre, por muy ridículamente que se esfuerce, jamás dejará de ser y sentir como padre. El hijo nunca hará a su padre depositario de las confidencias que le pueda hacer a un amigo.


Antaño, eran los padres quienes protagonizaban el agraz alejamiento por causa de una mal entendida autoridad que supuestamente debía acompañar a la figura paterna. Hoy la moneda ha caído de la otra cara. La distancia se origina por todo lo contrario: la incomparecencia de la autoridad nacida de esa cátedra incontestable que imparte sus lecciones  en la facultad del camino de eso a lo que llamamos vida. Es el fruto del germen sembrado y abonado desde las más altas esferas sociales.  


El padre es el protagonista, el causante, del primer gran dilema del hijo. Su figura omnipresente y tan lejana cuando más lo necesita, se convierte en su primer objeto de devoción y de desapego; en la encarnación —idolatrada ayer y condenada hoy— de una sociedad que usufructúa ávidamente, pero contra la que manifiesta su absoluto rechazo; de un mundo en el que está pero al que rehúsa pertenecer; de una estructura social heredada que desprecia pero que nada hace por abandonar.


Siempre buscaremos una causa para justificar o aparentar entender, lo que no es más que la natural evolución de cualquier ser vivo. El colibrí permanece en el nido mientras necesita del amparo de sus mayores. Pero cuando sus alas se fortalecen y desarrollan, busca el firmamento infinito para volar.


Deje el padre que el pajarillo vuele en libertad. Deje que experimente la aventura inigualable de descubrir su propio destino. Aconséjele como superar las etapas, pero no le señale la ruta. No le empuje a triunfar donde él fracasó. Incluso lográndolo, el precio a pagar sería muy alto. Inevitablemente llegaría el momento en el que la sombra de la meta por el hijo ignorada, oscurecería el brillo de la ilusión paterna alcanzada. 


La paternidad, más que ninguna otra cosa, imprime carácter. Eterniza. Permite perpetuarse en el hijo. Vivir en él al gozar con sus triunfos o sufrir con sus decepciones Es transmutarse en él, entregarse sin condiciones, sin esperar nunca nada, sólo con la esperanza que un día caiga el hijo en la cuenta de la grandeza que conlleva la figura a la que se ha dedicado la oración de las oraciones, ¡Padre nuestro! Y de que ese día llegue un instante antes de que caiga la última hora del calendario.

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