Hay ocasiones en las que uno, casualmente, consigue leer un texto con cierta enjundia política e incluso filosófica. Algún que otro artículo, que pasa desapercibido de entre tanta morralla acumulada en la escollera del periodismo mamporrero, nos enciende una pequeña luz en el pensamiento y la razón. Uno de esos escasos artículos a los que me refiero es La política contra los pueblos de Ramón Jáuregui, exministro de la Presidencia y exeurodiputado. Dicha disertación sobre la historia política de los países latinoamericanos, plagadas de caudillos cuasi feudales y nacionalistas provincianos, que buscan justificar sus corruptos gobiernos en la apelación al pasado colonial, me deriva hacia otra idea en la vieja Europa y en el interior de nuestras propias fronteras: «la fatiga democrática». Ese es el término que utiliza Ramón Jáuregui para describir el cansancio o el agotamiento de una experiencia larga y prolongada.
La política, hoy día, lejos de centrarse en la fuente de la verdad, se ha embadurnado de un agua turbia y pestilente. Ha llegado un momento en que los conductos que hacen recircular el agua se han llenado de barro y de óxido, y nadie se ha preocupado de limpiarlos con la frecuencia con la que se debería. El agua de esa fuente de la democracia que en un principio brillaba cristalina se ha ido estancando hasta convertirse en séptica. Los representantes políticos han establecido la mentira como uno de sus estandartes primordiales con total impunidad. Se comete impiedad a sabiendas, en la medida en que se hace un daño irreparable al mentir, tal y como escribiera Marco Aurelio en sus Meditaciones. Se miente y no tiene la menor consecuencia porque esta, la cara maquillada de la mentira, se pasea con tono chulesco por donde haga falta. Nada importa el comportarse de forma deshonrosa y el ir en contra de la estructura ordenada del universo y de la naturaleza, que hábil y cuerdamente nos había dotado de la capacidad de discernir entre la verdad y la falsedad.
El mentiroso, lejos de ser apartado y señalado, se rodea de su propia camarilla, de su séquito de corruptos y viciosos que, poco o nada, miran por el bien común, por la igualdad y por las necesidades de los más desfavorecidos. Se llenan la boca de palabras ilusorias e hipnóticas para enturbiar el agua cristalina de esa fuente de la verdad y, mientras tanto, abren cuentas en paraísos fiscales para ingresar sus beneficios de negocios irregulares, de comisiones fraudulentas y de bicocas surgidas por la necesidad de la población que puso en sus manos la posibilidad de gobernar con total impunidad gracias a sus engaños y al miedo a una pandemia que se nos llevaba por delante como a chinches.
Ahora, esa agua pestilente no hay como esconderla, ni como limpiarla. Las cañerías de la fuente de la democracia se han llenado de una herrumbre circundante que lo ha contaminado todo y es el fluido odorífero que respiramos y al que quieren que nos acostumbremos para seguir justificando sus despreciativos actos. Quieren que ya no notemos ese olor a podrido. Que nuestras pituitarias se acostumbren a lo infecto y a lo purulento.
De esta manera, nuestros pretenciosos gobernantes consolidan los cimientos de su falsedad, de la hipocresía, del lujo y por supuesto de la vanidad.
Se han tirado los tabiques necesarios para separar los olores y las aguas estancas y se ha mezclado todo con el barro de la ignorancia y la necedad. Para ello se han utilizado las mejores armas posibles: enterrar la lectura y el pensamiento para cambiarlo por las redes sociales y la propaganda panfletaria de destello y fogonazo.
Para qué preocuparse, ¿verdad? Si, en definitiva, todo está siempre cambiando. Incluso uno mismo. Todo cambia constantemente y todo se corrompe, igual que el resto que nos rodea. Lo único que queda es flotar en el agua de cloaca. Mantenerse con la nariz y con la boca por encima del nivel del agua estancada a fin de poder seguir respirando. Quizá nos llegue la oportunidad de agarrarnos a una de esas tablas de salvación, de esos maderos podridos que de vez en cuando aparecen flotando en mitad de la charca. Entonces podremos decir, qué bien, parece que, de momento no me hundo. Ya será otro.
Veo salir en los noticiarios a egregios personajes de uno y otro partido abriendo comisiones de investigación en Congreso y Senado a la carta. Como en los mejores restaurantes. Volver a remover el barro sin que nadie tenga intención de limpiar las cañerías. Ellos tienen sus leyes que crean o deshacen a su antojo. Los criminales tienen sus leyes, decía Maxim Ósipov. «Un tumor cancerígeno es un criminal disfrazado, con sus propias leyes. Leyes de crecimiento y de metástasis. Formado todo ello de células vivas que se reproducen y se extienden». Exacto, de la misma forma y manera que el patio de monipodio de nuestros políticos y nuestros representantes, que se multiplican y se esparcen por toda esa planicie soleada a la que han llegado los elegidos. Electos por el necio pueblo que ahora entra en sus juegos de tira y afloja, divertimentos de remover la mierda para que nos creamos que sus sanas intenciones es sacarnos de ella.
Y mientras tanto, las políticas sociales bajo mínimos, como la de esos jóvenes que se sienten incapaces de conseguir una simple vivienda porque no se ha invertido un mínimo euro en vivienda social que la haga asequible. La sostenibilidad de las pensiones se tambalea porque nadie se ha preocupado de hacerla crecer. Más bien al contrario, el único interés ha sido cómo saquear el erario a base de comisiones y prebendas. De otorgarse contratos a dedo que permitan derivar fondos públicos a bolsillos de nuestros biempensantes políticos. Las más grandes y poderosas empresas y entidades bancarias aumentan desorbitadamente sus beneficios, precisamente durante los años de gobierno de una tendencia política que incluye en sus siglas aquello de obrero español. Términos que suenan a desfasado. A poco progre y eco. Ya no se lleva la chaqueta de pana. Ahora se estila más el corte de Gucci con perfume woke.
Y en mitad de este panorama, me veo aparecer en la televisión esas imágenes que me retrotraen de nuevo a la literatura de Delibes. «A la milana bonita». A Los Santos Inocentes. A la imagen de la aristocracia y de los señoritos. A los Borbones. A los duques y duquesas. A los condes y condesas. A las capeas, los galgos y las fiestas en los cortijos de la gente de alta alcurnia. Los de los apellidos con guión en medio. Los del rancio abolengo. Los de la gomina y la asistenta que cuida permanentemente de sus querubines. En definitiva, los de siempre. Los que no se han soltado para nunca de la ubre. De los impuestos de los trabajadores que son los que mantienen a toda esta calaña. Los que mencioné antes y los que menciono ahora. Los progres de izquierda y los de la derecha rancia. Todos ellos. Los avispados, los más inteligentes que nadie, que utilizan una pandemia para forrarse. Para lucrarse mientras las incineradoras cremaban cadáveres como churros.
Y mientras tanto, ese pueblo llano, necio y cada vez más inculto, entre los que me incluyo, babeamos contemplando la televisión. Esas cadenas que sistemáticamente crean espectadores parásitos en los que insuflar sus consignas hasta lobomotizarnos. Hasta que la baba nos caiga por la comisura de la boca. Hasta que la fatiga democrática nos convierta en seres inertes, sin voluntad propia más que la aceptación y la resignación. La desgana y la sumisión de haber dejado de creer en la política y en nuestros políticos. En nuestros agazapados sindicatos de marisco. Así, hasta que el cansancio agotador nos lleve a la somnolencia.
Entonces, solo entonces, recordaremos ese cuadro de Francisco de Goya: El sueño de la razón produce monstruos. Aunque, quizá, ya sea demasiado tarde.
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