Constituye ya un tópico, mil veces manido, la catalogación que némine discrepante se hace desde España de que la principal amenaza exterior se sitúa en Marruecos, afirmación correcta en principio, aunque incompleta en cuanto adolece de la correspondiente graduación. No es la primera vez que mantengo, innecesario precisar que con la solidez más relativa todavía en estos tiempos de aceleración histórica sin precedentes, complicando la problemática de la política exterior, que el supuesto máximo de conflicto bélico con el vecino del sur se antoja muy remoto con la monarquía alauita, en el horizonte contemplable. Y lo hago con el propósito de cubrir un amplio espectro que va desde atenuar su carga hasta corregir a los ardorosos belicistas, amén de matizar a interesados y aficionados más o menos recalcitrantes. En definitiva, a fin de contribuir a centrar la cuestión y por ende, a mejorar las relaciones, desde la objetividad y el realismo.
Y todo ello, sin perjuicio de mis periódicos balances sobre los contenciosos de la diplomacia española, cuya primera y más urgente prioridad resulta la superación del sanchismo, a fin de poder tratar debidamente, como corresponde, el drama del Sáhara Occidental.
Siete décadas de relaciones con Marruecos -las más complejas con los países limítrofes, que responden plenamente en su intensidad y en sus vaivenes, a las de dos países vecinos, con una larga historia compartida, de cultura diferente, y lastradas por unos vinculantes contenciosos clásicos, de difícil resolución aunque no irresolubles, más unos diferendos evolutivos- desde que Mohamed V vino a Madrid para llevarse la independencia, ya conseguida de Francia, “con cara de pocos amigos”, en la expresión del primo y secretario del Caudillo, permiten colegir con suficiente seguridad profesional tres variables fundamentales.
Una, que el riesgo de ruptura de hostilidades con el reino alauita, es prácticamente inexistente, siempre que continúe la monarquía. Cualquier cambio de régimen -ahí están mis páginas sobre el golpe de Estado, el cambio anómalo y extra constitucional en la titularidad del poder, cuyo proceso se inicia en la intriga; se materializa a través de la confabulación, del contubernio; se vertebra, perfeccionándose, en conspiración o en conjura; y asciende a complot, y origina el golpe, y en Marruecos, sobre las conspiraciones palaciegas y la segunda tentativa golpista registrada, el único golpe de Estado en la historia ejecutado por la aviación y sobre objetivo aéreo, del que logró salir ileso Hassan II pilotando su propio aparato- podría traducirse con muy alta probabilidad en la vertiente irredentista acentuada, legitimadora tradicional de la compulsividad castrense en países que alcanzaron su independencia en la década de los 60 del pasado siglo, hipotecados por el típico militarismo.
Dos, que el trono alauita tiene su hoja de ruta para alcanzar la integridad de la Madre Patria, principio programático y aspiración que nunca va a extinguirse, marcada por “la lógica de la historia”, por “el tiempo hará su obra”, inequívocamente explicitada.
Y tres, aunque con menor índice de fijeza que los dos anteriores, factor asimismo fundamental para el análisis: el grado de respuesta alauita, que siempre se ha mantenido, por encima de la gravedad de las crisis, en el plano diplomático, ajeno a la vía militar, lo que supone una constante. Desde la diplomacia regia, con Don Juan y Hassan II, más contemporizadora todavía por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores, pasando por la diplomacia ausente de contactos personales al máximo nivel, como Franco y Hassan II, que sólo se vieron una vez, en mayo del 63, cuando el monarca alauita hizo una parada en Barajas, al regreso de su visita a París, exultante tras revalidar el apoyo galo, donde el nivel de entendimiento entre dos personalidades tan dispares fue tal, desprovisto de disquisiciones dialécticas, que el barón de las Torres, el mismo intérprete de la entrevista Franco-Hitler en Hendaya, afirmó que “fue fácil traducir al Caudillo, ya que con frecuencia se limitó a responder con monosílabos”.
Después, tras la Marcha Verde, una lección de estrategia de Rabat, aplicando la técnica de la coyuntura ante un rival muy disminuido, los tratadistas acostumbran a citar como el momento más delicado en las relaciones la crisis de Perejil, planeando sobre el casus belli. No es esa enteramente nuestra impresión. Sin que conste de manera cabal el origen del conflicto, Rabat siempre ha mantenido que el reducido grupo de militares que ocuparon el islote, durante los esponsales de Mohamed VI, actuó “en funciones de control de tráficos ilícitos” (ya en 1977 yo puse sobre papel oficial en Rabat “la urgente necesidad de que se reunieran los dos ministros de Interior ante el tráfico de hachís que ya despuntaba”), lo que hubo fue un mal hacer de un Madrid presuntamente belicista, enviando demasiados efectivos para desalojar a la media docena de gendarmes que habían desplegado su bandera en el islote ante la mirada indiferente de las cabras que allí pastan, y luego acudiendo a mediaciones ajenas aunque efectivas como resultó la norteamericana, cierto que también el secretario de Estado no se recató en declarar que “le habían hecho perder unas horas a cuenta de un islote estúpido”, o algo así, mientras que se debió de apelar a la diplomacia regia, pocas veces tan indicada y siempre recomendable en nuestra opinión fundada con el vecino del sur. Para colmo, se saldó el incidente en tablas, “tierra de nadie”, confirmando el statu quo ante, cuando de manera invariable venimos manteniendo que hay un mejor, no un único, pero sí un mejor derecho de España. Sea como fuere y a los efectos de nuestro análisis, desde Rabat no se esgrimieron armas.
Y cuando en el sanchismo han tenido lugar crisis con entidad, la reacción de Rabat se ha basado en la estrategia híbrida, incluyendo desde la retorsión a las represalias, pero sin que tampoco refulgieran los sables, empleando asimismo los habituales métodos diplomáticos, como la retirada temporal de la embajadora. La única diferencia, claro que importante, radica en el ritmo que Rabat ha impreso a las relaciones y mientras que Hassan II, a quien recuerdo oyéndole y leyéndole en aquellos crepúsculos calmos y azules del añorado Rabat, con su sagesse en cuanto dosificador de los tempos en las relaciones con España, Mohamed VI, posiblemente más urgido que su predecesor por alguna que otra razón, practica lo que yo he denominado “diplomacia acelerada”, fuerte en su alianza con Francia, el único miembro permanente en el Consejo de Seguridad en el juego de las controversias territoriales, y con Estados Unidos, que a efectos potenciales en el contencioso sobre Ceuta y Melilla, podría, quizá, atenuar el valor de las intervenciones fuera de zona de la OTAN, para territorios no cubiertos por la Alianza, caso de Ceuta y Melilla e islas y peñones.
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