Cada vez que aparece un libro del escritor Daniel Alarcón, una pregunta cae por insistencia, con mayor razón cuando quienes la formulan son, en su mayoría, escritores en actividad. ¿Es Alarcón un escritor peruano? Para algunos sí, para otros no.
Alarcón nació en Lima, en 1977, pero a los tres años se fue a vivir a Estados Unidos. Su obra literaria está escrita en inglés. Se colige, entonces, que el lector hispanoamericano accede a su literatura mediante traducciones. Dicho así, la inquietud (incluso las maculadas por la demagogia) sobre su pertenencia a la tradición literaria peruana resulta más que atendible, pero lo que no entra en cuestionamiento es el prestigio de Alarcón en la narrativa norteamericana actual. En este sentido, ¿cuánto pierde el aparato editorial hispanoamericano sin él? El chiste se cuenta solo.
A la fecha, ninguna antología de narrativa peruana contemporánea puede prescindir de Alarcón —hay logradas excepciones, sin duda—, cuya referencialidad está más que sustentada (su reconocimiento internacional no trampea con el verso y no le hace ojitos a la adulación). Hablamos de un genuino buscador de historias de vida y en ese afán el Perú ha estado presente en su poética directa e indirectamente, y en contadas ocasiones, por cierto.
La lectura de La balada de Rocky Rontal (Seix Barral, con traducción de Alejandro Zambra, Jazmina Barrera y Sabrina Duque) confirma la impresión que se tiene de su oficio, pero en esta ocasión en la parcela de la no ficción, con diez crónicas publicadas, muchas de ellas, en The New Yorker. Esta última mención a la canónica publicación gringa, no solo sirve para la trivia del letraherido, la misma también nos brinda luces del camino formativo de Alarcón, de quien puedo señalar que es un revistero literario y como tal, bajo las coordenadas de la tradición literaria a la que pertenece, un narrador de la dirección lineal, ajeno a los aderezos de estilo en castellano.
Si la indefinición contextual define a casi toda la ficción de Alarcón (Guerra a la luz de las velas, Radio Ciudad Perdida, El rey siempre está por encima del pueblo y De noche andamos en círculos), su no ficción viene avalada por la experiencia de campo y en La balada de Rocky Rontal su mirada transita tanto por Estados Unidos como por Perú, Chile, Ecuador y El Salvador. En estas páginas apreciamos una destreza técnica que bracea a placer en los relatos más extensos (“La concursante”, “La vida entre piratas”, “Los culpables”, “Desde el pabellón 7”, “Chile en Barricadas” y “Ciudad de muertos”), mientras que en los cortos se impone la fuerza del punto de vista (“El manuscrito”, “Los verdugos de El Salvador” y “La balada de Rocky Rontal”). En ambas dimensiones, se entiende, el placer de la lectura está garantizado, pero lo más importante (atención a los narradores jóvenes) es la escuela narrativa que proyectan. Leídos con atención, se nos expone sin digresiones cómo deben estar organizados los elementos de una historia (de ficción y de no ficción). Es decir, el orden de la sustancia de la linealidad. Ahí, me aventuro a considerar, descansa el éxito de Alarcón entre los lectores (no pocos con el deseo de leer historias coherentes y que, en especial, no aburran). Además, habría que precisar, ya que estamos a razón de este título en el terreno de la linealidad —considerada por algunos cantamañanas de desfasada—, la cual asoma milagrosamente a manera de opción: como el oxígeno que necesita la narrativa peruana e hispanoamericana de los últimos años, rica en riesgos verbales y elasticidades formales, pero pobre en transmisión. Obvio: manifestación creativa —lineal, no lineal o combinada, al gusto— que no suscite “algo” en el lector, es cualquier cosa, pura estafa.
No obstante, los reparos al libro apuntan al carácter de algunos tramos de la narración. A saber, el registro usado en el texto homónimo que titula a la publicación no pudo ser más equivocado (la segunda persona genera ventajas, pero hubo más derroche de talento que lazo con la trágica vida que se cuenta. Quizá en primera persona quedaba más sólido). En este orden de cosas, Alarcón pudo aprovechar el asombro en “Desde el pabellón 7”, en donde los presos del penal de Lurigancho deben elegir vía sufragio a sus representantes. Aquí el problema no es otro que la aproximación vertical a los personajes. Se puede ir a la cárcel más de una vez, pero eso no convierte a uno en conocedor de la dinámica de ese infierno. Un poco de asombro en el pulso narrativo hacía de esta crónica una obra maestra.
Si hay una voz narrativa hispanoamericana a la que no debemos dejar de seguir, esa es la de Daniel Alarcón. A diferencia de muchos compañeros generacionales (aunque en su caso habría que abrir la cancha, sus libros están en todo el mundo), Alarcón mira hacia fuera y en tiempo real. Se ha atrevido a hacerlo sin los pliegues de la ficción porque está seguro de sus recursos y porque la no ficción no es nueva para él. La balada de Rocky Rontal es una prueba contundente de este propósito. Recomiendo su lectura.
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