Vivo en un barrio de gente joven. Es raro encontrar un letrero que, cuando menos, no este escrito en “spanglish”. En esta ciudad, tan abierta a desayunar y merendar fuera de casa, proliferan los letreros en los que te invitan a tomar plumcakes (las magdalenas de toda la vida), brunch (el café completo de los camioneros o el almuerzo levantino) y toda suerte de batidos energéticos con aspecto de medicinas. Aun nos quedan dos reductos: en uno te ponen un “mitad doble” (solo comprensible para los indígenas) y un “pitufo” de manteca “colorá”. En el otro, una especie de paraíso, te ponen un exquisito chocolate y unos churros relucientes a los que solo les falta el junquillo para ser los mismos tejeringos de tu infancia. ¿Dónde está la buena noticia? Mi buena noticia de hoy estriba en lo poco que cuesta hacer felices a los que te rodean. Me explicaré. Hace años que convive conmigo mi suegra. Una señora de 97 años que ha tenido la malhadada idea de caerse y fastidiarse no se que hueso o que ligamento. Todos los días recibe visitas que le traen “delicatessen” de todo tipo que desprecia olímpicamente. La escucho decir por lo bajini: yo lo que quiero es chocolate con churros. Madrugo un poco, me voy a la bendita churrería y aparezco por casa provisto de chocolate y churros a “gogó”. Mano de santo. Una abuela feliz y con posible búsqueda posterior de bicarbonato. Un día es un día. Hoy he querido hacer un pequeño homenaje a este sencillo desayuno que apreciamos sobre todo cuando no lo tenemos. Rompo una lanza por el chocolate con churros como desagravio ante el improperio con el que le describió uno de los 'tertulianos listos': “Una bomba de colesterol y glucosa”. No saben lo que se pierden. Repito la felicidad se hace a base de pequeños detalles.
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