El 9 de junio, más de 8 millones de belgas irán a las urnas para elegir a los deputados de tres parlamentos: el regional, el federal y el europeo. Viene siendo típico en Bélgica aglutinar estos tres comicios (ya ocurrió en 2014 y 2019), quizá para aglutinar en un «3 en 1» la cita con las urnas, ya que aquí se repele fácilmente el fantasma de la abstención, pues el voto es, al igual que en otros cinco estados miembros de la UE, obligatorio. Los últimos sondeos dejan entrever la consolidación de una tendencia ya conocida en este país: el norte, la región neerlandófona de Flandes, apuesta por la derecha más moderada de la N-VA (Nueva Alianza Flamenca) para gobernar.
Mientras que, en el sur, a saber, la región francófona de Valonia se da por vencedor al Partido Socialista. Dos realidades muy diferentes en dos regiones dispares que llevan conviviendo apenas 200 años bajo el mismo techo de un único país, aunque, cada una en su casa. Un “Estado-tapón”, se dice popularmente de Bélgica, cuyo único fundamento de su creación fue la evitación de una conflagración entre las potencias de la época, quince años después de la funesta derrota de Napoleón en Waterloo, no muy lejos de la actual Bruselas. Si el sobredicho es un estado tan peculiar es porque existen tres realidades que, extrañamente, coexisten en una. Por un lado, la flamenca. Una región culturalmente ligada a las antiguas Provincias Unidas (actuales Países Bajos) que, otrora, fue un tanto vilipendiada por la aristocracia francófona, quien hizo fortuna a partir de la Revolución Industrial. En esta zona, que alberga ciudades tan pintorescas y política e históricamente trascendentales como Amberes, Gante o Lovaina, se concentra hogaño (paradójicamente) la mayor riqueza del país. Los comerciantes flamencos se enriquecieron con la transacción de oro y diamantes. La demoscopia indica que el 26 % de los flamencos se muestra favorable a la independencia de la región, que preconiza el partido Vlaams Belang.
Por otro, la francesa, aquella que, en algún momento de la grandeza de Roma, albergó algunas de las batallas más significantes que Julio César relató en su famoso “De bello Gallico”. Hoy día dicen los propios valones ser vilipendiados por los acaudalados vecinos flamencos, pues los primeros perdieron todo el auge industrial que cultivó la aristocracia francófona en detrimento de los segundos.
Ciudades antaño tan boyantes como Lieja o Charleroi (nombrada así en honor al rey Carlos II de España) encarnan aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Tanto es así que, diezmadas por su languidez industrial, llegan a ser consideradas “desiertos” económicos. Ante el discurso del Vlaams Belang, algunos valones comenzaron a reagruparse en asociaciones que propugnan la adhesión de la región a la vecina Francia.
Y en medio de esos dos polos que parecen irreconciliables, fácilmente semejables al agua y aceite, queda un pequeño enclave, el de la región bruselense que, trata de erguirse como mediador o disuasor de conflictos y promotor de fructíferas relaciones. En otras palabras, Bruselas viene a actuar como el padre de dos hermanos que no se entienden entre sí y que solo se juntan, forzados por orden del progenitor, en ocasiones especiales y extraordinarias. Asimismo, todo padre tiene que querer a sus hijos por igual y a ninguno ha de discriminar. Este “patriarca” ha ido concentrando a lo largo del tiempo a un sinfín de organizaciones internacionales que reúnen, en apenas 30 kilómetros cuadrados, la flor y nata de la diplomacia y gobernanza mundiales. Desde la ejecutiva Comisión Europea hasta la militar OTAN, pasando por una profusión de “lobbies” empresariales, medioambientales o juveniles. Esta telaraña consigue correr un tupido velo, creando una tercera realidad belga, que en absoluto puede asemejarse a la flamenca o a la valona, sino que es per se sui géneris.
Sea como fuere, tengo serias dudas en creer en la desagregación de Bélgica, al contrario de lo que a algunos les gustaría. Como ciudadano europeo -no belga-, tengo a veces la sensación de que la amenaza de escisión es tomada mucho más en serio en otros países que en la propia Bélgica. Puede ser que, más allá del “plat pays” - como cantaba Jacques Brel -, aún no hayamos sido suficientemente bombardeados con esta idea de ruptura, que nos parece, cuando menos, rebuscada. De ahí que le demos más crédito que los propios belgas, que lo toman incluso como una broma nacional. Y es que ha sido tantas veces martilleada, banalizada y utilizada durante las campañas electorales nacionales, pero hasta ahora nunca consumada que uno termina creyendo en el cuento de Pedro y el lobo.
Enfrentamos la difícil tarea de comprender la política, la sociedad y la cultura belgas. Ante tal escenario, es más fácil y cómodo decir disparates en vez de tratar de analizar los hechos para comprenderlos. Sigo regularmente lo que ocurre a más de 1500 km de casa, por mera curiosidad. Una sed de conocimiento que me llevó a querer comprender todo sobre este país. Y valió la pena. Mi conclusión es clara: Bélgica es un país único en el mundo, pero muchas veces mal entendido. Exceptuando la ausencia de montañas (sí, quizá este sea el único punto flaco de este país), Bélgica tiene plusvalías que podrían ser bien recibidas por otras naciones. Entre ellas, destacan una riqueza cultural, lingüística, religiosa y política.
La fusión de dos fronteras, de dos sociedades en una. Incomprensiblemente, algunos políticos belgas, en vez de explotar estos potenciales, optan por vociferarse, en línea con lo que ocurre en muchos hemiciclos actuales de otros países. Todo bien si eso es lo que desean, siempre y cuando no se olviden de que tienen unos deberes y obligaciones para con los ciudadanos, el pueblo que los eligió.
Si estudiamos de cerca el porqué de esta brecha, las respuestas son claras. En Bélgica hay dos modos de vida: el septentrional y el meridional. A fin de cuentas, esa es la esencia de este país: la viva fusión de dos patrimonios culturales nacidos de la Historia para crear uno solo. El belga ni es flamenco ni es valón, debería ser “flavón” (de nada por el neologismo). El meollo reside en que la mayoría de los flamencos no se siente neerlandeses, sino belgas, al igual que la mayoría de los valones se sienten ofendidos al ser tildados de franceses. En resumidas cuentas, los unos y los otros dicen ser los verdaderos belgas.
La trascendencia de estos comicios, especialmente en el ámbito nacional, repercutirá, y mucho, en el ámbito europeo. Tíldenme de insensato, pero Bruselas es innegablemente la capital por excelencia de la Unión Europea y lo que aquí ocurre resuena indudablemente en otros lugares. Si Bélgica es el corazón de la UE es porque así lo quisieron los artífices del club comunitario. Ni Francia ni Alemania eran dos localizaciones idóneas para enraizar la incipiente Comunidad Económica Europea. Bruselas era la solución: no solo fusionaba la fusión de un mundo más bien romano – latino con el de otro germano – sajón, que era en realidad lo que pretendía el proyecto europeo, sino que también se impuso por estar a medio camino del dúo francoalemán, archienemigo histórico. Y es que Bruselas no es ni París ni Berlín. Actualmente, la capital belga sigue siendo el epicentro de la comunidad europea y una hipotética separación de Bélgica estremecería la esencia prístina de la UE: igualdad, solidaridad, compartición, empatía, consenso, pragmatismo y coherencia. Esta agitación en Bélgica podría tal vez desencadenar y dar alas a otros movimientos independentistas en Cataluña, en el Tirol italiano, en la Córcega francesa o en la Frisia holandesa. Y lo que es aún más inquietante en el seno de la Comisión y el Parlamento europeos: el avance de los populismos en la propia casa que acoge a las instituciones europeas y que quieren transformar la UE por completo. Sin duda, un espejo que refleja una Europa bien diferente de la que se empezó a construir en los años 50 del pasado siglo XX.
La experiencia que vivimos de cerca en España con los partidos secesionistas da fe de los desafíos y los rompecabezas que entraña el pacto con aquellos que dicen sentirse “asfixiados” por un Estado opresor. Por ello, estoy convencido de que existen solo tres remedios en el trato con aquellos aquejados por la enfermedad del egoísmo, la codicia y la falta de solidaridad (en la mayoría de los casos, son estas las motivaciones detrás de los proyectos independentistas): diálogo, coherencia y sentido común.
Llegados a este punto, una cuestión se impone: ¿se necesita en Bélgica un cambio de modelo de educación? Quizá y por qué no, a todos los niveles: desde la guardería hasta las altas esferas del poder. Dicho de otro modo, los belgas tienen que creer más en su país, en su estado y dejar, de una vez por todas, de enarbolar proyectos oníricos y grandiosos para crear dos naciones de fantasía cuya creación no es factible ni a corto ni a largo plazo. En vez de centrarse en como cada uno puede embellecer la fachada de su casa, sería más propicio que los dos vecinos colocasen las mismas tejas de su techo común.
Ha llegado el momento de que los belgas, independientemente de que lengua hablen y de a quien voten, estén orgullosos de sí mismos. En su declaración de 1950, Robert Schuman pronunció: “Europa no se hará de una vez, sino gracias a realizaciones concretas”. Lo mismo se aplica a Bélgica. Pero, en esta ocasión, la pelota está en el alero de los belgas y de ellos depende actuar. Solo un recordatorio antes de que los belgas sufraguen: no hay resultado electoral más poderoso que la fraternidad y el sentido común.
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