El inapelable triunfo del Rassemblement National (RN) de Marine Le Pen (33,20%) en la primera vuelta de las elecciones legislativas francesas, sumado al segundo lugar obtenido por la coalición de la izquierda y la extrema izquierda (28,27%), confirma la máxima polarización en la que está sumido el hexágono. Francia, el máximo exponente de la cultura y la intelectualidad, vive atrapada en una perversa dinámica de extremos, que han crecido más por la falta de credibilidad de las opciones moderadas que por la propia capacidad de sus propuestas.
En la primera ronda de las presidenciales de 2017, la suma de la extrema derecha y la extrema izquierda fue del 47,31%. En las del 2022 subió hasta 57,84%. En estas legislativas, el RN y el Nouveau Front Populaire (NFP) –integrado también por el PS, pero dominado por los radicales de La France Insubmise– ha alcanzado ya el 61,47%. Las opciones extremas y populistas de un signo y otro se han convertido en los dos grandes ejes de la política francesa. En ningún otro país del mundo occidental existe una ubicación de los electores tan en los extremos como está sucediendo en Francia.
Que Marine Le Pen y Jean-Luc Mélénchon capitalicen hoy la mayoría de los votos ilustra el drama que caracteriza a la política francesa. Ambas opciones se han presentado a las legislativas con unos programas electorales por encima de la lógica que imponen las posibilidades reales del país y su economía (el RN incluso ha llegado a proponer una jubilación selectiva a los 60 años). Pero ello no ha sido obstáculo para ampliar los apoyos respecto a las citas anteriores. Sólo el acuerdo alcanzado por los macronistas y los izquierdistas para barrar el paso a la extrema derecha permite neutralizar algunas de las propuestas del NFP.
El auge de ambos extremos se explica, en muy buena parte, por la impopularidad alcanzada por el presidente de la República. Emmanuel Macron, y que ha afectado de lleno a su propuesta centrista Ensemble. Macron es uno de los pocos estadistas que hay hoy en Europa: un líder sólido, con una idea definida de la sociedad y del país claramente reformista y con una visión de los retos de futuro de Francia que resulta ambiciosa y toca con los pies en el suelo.
Pero Macron padece dos acusados problemas. El primero es que ninguna de las recetas que ha propuesto estos años como presidente –a menudo con gran pomposidad– ha conseguido traducirse en acciones transformadoras de la sociedad. Y la segunda –aparentemente banal, pero en tiempos de polarización, de notable importancia–es que su perfil arrogante e incluso elitista lo ha alejado de amplias capas de la sociedad que no integran los circuitos del poder de París.
Macron fue víctima otra vez de sí mismo cuando se precipitó al convocar las legislativas tras el varapalo de las europeas. Creía que volvería a capitalizar la unidad republicana ante el frente nacional, como ya hizo en las dos anteriores presidenciales. Pero esta vez se equivocó. El mapa que deja estas legislativas será, independientemente de quien se acabe imponiendo en la segunda vuelta, es el de reforzamiento de los extremos.
En los últimos siete años, en cada cita electoral la formación de Le Pen ha recibido nuevos votantes que jamás se hubiesen imaginado que acabarían dando apoyo a la extrema derecha. También votantes socialistas tradicionales han acabado decantándose por la opción más radical de Mélénchon, ante la continua pérdida de confianza que ha ido acumulando el PS desde la presidencia de François Hollande (algo similar a lo que sucedió en Grecia con el PASOK y Syriza a principios de la década pasada).
Como en tantos otros rincones del mundo occidental, los franceses se entregan al populismo ante el fracaso del sistema, que no ha sabido dar respuestas a las necesidades de amplios sectores de la sociedad, especialmente las clases medias. Los efectos de la globalización, la pérdida de poder adquisitivo, los excesos con la inmigración y la sensación –en muy buena parte real– que el Estado actúa como un elemento generador de problemas más que como radiador de soluciones están empujado a los nuevos indignados a probar con los únicos que no son responsables de la factura actual, porque nunca han gobernado.
Para mucha de esta gente –cansada y, en algunos casos, derrotada–, ya no les queda otra que confiar en Le Pen. Hasta que se den en cuenta que tampoco la extrema derecha solucionará sus problemas estructurales, como no lo ha hecho ningún gobierno populista en Europa (tampoco Trump en EE.UU.) Y para otros, Mélénchon es quien mejor puede combatir el drama que supone que Le Pen sea la más votada en un sistema convencional de primera vuelta. Extremo contra extremo. Esta es la tragedia en la que vive Francia, atrapada por sus radicales.
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