Para empezar: ¿orgullo por ser iguales, por ser diferentes, por todo lo contrario? Para el diccionario orgullo es: “arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”.
Los anglosajones no son muy precisos al poner nombre a las cosas. Gay: una distorsión del francés: feliz. Cuando en España a los homosexuales se les encarcelaba (los últimos salieron de prisión en 1978 gracias a la reforma de la Ley de Peligrosidad de 26 de diciembre de 1978), nuestro mejor amigo era homosexual, lo cual provocaba curiosas e infundadas sospechas (algunas provenientes de progresistas despistados). Otros amigos aconsejaban romper tal amistad (hoy inconcebible, pero sí). No sabían que un amigo es sagrado. Por él supimos del mal que las buenas gentes bien pensante pueden causar con su monopolio de la verdad. La despenalización no significó que la sombra despareciera. Este íntimo amigo, católico, debía vivir entre el pecado nefando, --que era ir contra “la economía de la creación”-- y sus necesidades sexuales, naturalísimas y disimuladas. Pero el problema no era sólo este, después de todo era joven, sino vislumbrar además una vejez en soledad, sin una familia al uso. Mucho después hemos conocido a políticos (conservadores en este caso) que en su día votaron a favor del matrimonio homosexual en la cámara provincial y en contra de él, en la cámara municipal.
¿Y estamos nosotros de acuerdo con que ese día sea eje político alrededor del cual orbiten los demás asuntos? En general, no. En particular, como expresión de cualquiera de las izquierdas existentes, menos.
No creemos que la homosexualidad (lo de gay parece una forma avergonzada de citarla) sea la punta de lanza de la disensión. No decimos que no sea problema número uno –que creemos no lo es--, sino que no lo es en exclusiva; menos que a su alrededor deba girar lo demás. El otro día, la vicepresidenta de EEUU, Kamala Harris, entre plan militar y plan bélico, aparecía rodeada de sonrientes personas homosexuales de ambos sexos. ¿Esto debería hacernos cambiar de ideas sobre la paz o sobre la vicepresidenta? ¿Y por qué no estamos de acuerdo? Por múltiples motivos: La razón es como un puzle, cada pieza debe estar en su sitio. Colocar algunas piezas mal puede significar que el puzle no se resuelva correctamente. Las piezas en si no están mal, el lugar en las que se las coloca, sí. Está ocurriendo mucho con los argumentos geopolíticos. ¿Cuántas decenas de miles de personas no abandonan por esta causa?
Si opinamos así para lo general, menos si se pretende que sea la expresión principal de una izquierda que no levanta tan ostensiblemente otras banderas, tan o más importantes. Representa oscurecer la primacía de otros problemas. Incluso puede provocar la división de una clase en facciones, tal como ha ocurrido entre trabajadores y consumidores. ¿Se pretende lo mismo para hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, naciones y regiones, UE confederal y UE de regiones insignificantes?
Aquí hay que hacer una aclaración: este problema apenas provoca enfrentamientos (recuérdese a Harris). Casi todas las fuerzas lo han asumido con perfecta disciplina. Sin embargo, la homosexualidad representa aproximadamente el 10 por ciento de la población. Hará menos de una semana (no la del orgullo), el canal de música clásica hacía un programa monográfico sobre letras insinuantes de canciones. Idem un encuentro literario de envergadura. Es el único problema que disfruta de una campaña con publicidad gubernamental (“Orgullosamente libres”). No obstante, caer en el tópico puede provocar que pierda efectividad, o incluso que revierta. Unas cuantas palabras en mayúsculas destacan. Todo el texto, no.
Algo muy poderoso debe haber detrás para que desde una vicepresidenta de EEUU (que no destaca por su sensibilidad) hasta determinada izquierda posmoderna coincidan en no olvidar el asunto cuando sí olvidan cosas de mayor importancia, como acabar en sus países con la subalimentación del 25 por ciento de sus niños. Ya sabemos que para muchos, Biden representa al progresismo, plan bélico arriba, plan militar abajo, en este mundo de paradojas. Como decía Voltaire, para iniciar una discusión antes hay que ponerse de acuerdo en el significado de las palabras.
¿Cuál es otra de las piezas que no encaja? Pues su intromisión en áreas que no le corresponden. Una cosa es defender el derecho de los homosexuales y otra adentrarse en el mundo de la escolaridad, además con instrumentos insuficientes. Aquí no caben monitores de formación profesional básica. Y menos que se excluya a los padres. “Todos los niños, las niñas, les niñes de este país tienen derecho a conocer su propio cuerpo, a saber que ningún adulto puede tocar su cuerpo si ellos no quieren, y que eso es una forma de violencia. Tienen derecho a conocer que pueden amar o tener relaciones sexuales con quien les dé la gana, basadas, eso sí, en el consentimiento. Y esos son derechos que tienen reconocidos, y que a ustedes no les gustan”. Esto figura en la prensa, atribuido a la eurodiputada Irene Montero. Si hay falsedad no es nuestra. ¿Somos viejas beatas que se asustan por un pecho desnudo? No. Pero los dos tramos de la frase son como esos agujeros de las agujas por los que caben camellos y hasta portaaviones. “Si ellos no quieren”. “Basadas, eso sí, en el consentimiento”. Sabemos que los derechos irrenunciables se instituyeron para evitar aceptaciones impuestas. No creemos que Montero se refiera a lo que suena, pero sabemos que otros lo pueden interpretar a su conveniencia. No hablamos de oportunismo, sino de inoportunidad.
Es un problema grave, pero a resolver sin rebasar su medida y sin que tenga que oscurecer o absorber los demás problemas. Menos teñir a toda la sociedad. Tampoco compartimos la última ocurrencia de que el “Día del orgullo” sea el día de los orgullos, tal como pretende la citada eurodiputada: “La paz, nuestro orgullo porque no hay orgullo en el genocidio y porque no hay paz en la guerra”. ¿Por qué se empeña en mezclar unas y otras cosas? ¿Qué tienen que ver entre sí? Si se vinculan la paz y la identidad sexual cabe la posibilidad de que se excluya a los que no crean en una u otra. Decir que no hay paz en la guerra es una perogrullada; y que no hay orgullo en el genocidio no es exacto: los pueblos más genocidas son los que padecen la enfermedad de la soberbia (orgullo al cubo) por creerse excepcionales. Otro matiz: no vamos a hacer de la estética una verdad. La estética es cambiante. Pero influye en las decisiones. A veces más que la mejor de las argumentaciones. Las escenas del Día del Orgullo nos parece que no aportan nada. Si por un lado hacen campañas, por otras les salen contracampañas.
No hemos visto banderas ni días singularizados de problemas tan graves o más que el reseñado. Hay un día de la paz, ahí metido entre los pliegues de lo escolar. Hay un uno de mayo, que han descafeinado y que querían convertir en un día de tortilla en el campo. Tampoco nos machacan sobre la necesidad de un futuro asegurado para todos. Sobre que no hay vida digna sin trabajo digno (fijo y bien remunerado). Que no hay vida sin vivienda. Que el mercado del trabajo no es un mercado de esclavos al peso. Que estudiar ya no sirve por la endeblez de la formación y porque ya no se premia al saber sino a la influencia. Que no se puede despedir a diez mil médicos. Que entre médico general, especialista y prueba puedan transcurrir dos años. Que quinientos mil millones para la guerra es un despropósito que acabará con la protección social si no acaba con Europa o la humanidad. Que la deuda es uno de los problemas más graves y engañoso. Que la inflación es una estafa. Que queremos políticos nacionales honrados, y no burócratas europeos corruptos. Que el objeto de la sanidad (medicamentos, tratamientos, seguros, etc.) no es una cuenta de resultados. Que la agricultura, la industria, la soberanía, el retraso tecnológico, la integridad territorial son problemas prioritarios inatendidos. Que ser nación es hacer lo que se desea sin amenazas externas.
Que esa pretendida izquierda para serlo ha de ser la voz del trabajo, de las pensiones (y de los ancianos), del salario, de la denuncia de los accidentes laborales, de los derechos sociales, no de los derechos civiles a la americana. ¿Recuerdan?: “Yes, we can” (Sí, podemos). Pues antes fue el 28 de junio de 1969, con los disturbios de Stonewall (Nueva York), inicio del orgullo.
Estas posturas sin proporción --el asunto no es el qué, sino el cuánto-- son barreras para la unión de los malestares más importantes. ¿Atraen públicamente? Podemos sacó un 4,65 por ciento en las elecciones al Parlamento Europeo. No entendemos como el problema primero --más pobres y democracia más ineficaz-- no es la bandera que ondee en todos los edificios. A Montero los resultados electorales no le pasan factura. Su partido ha pasado de los iniciales 5.189.463 votos a poco más de 800 mil. Más de 6 veces menos. Ana Arendt hablaba de la banalidad del mal (frase que no compartimos: aquel mal no era ni banal ni caprichoso; era perverso y peligrosamente redivivo). Mejor sería hablar del mal de la banalidad.
Los performanceadores de este asunto (mejor en español: escenógrafos y coreógrafos), con su estética exagerada, fallan. La izquierda jamás recurrió al exhibicionismo, al narcisismo, al histrionismo, al hedonismo. No entendemos como los homosexuales anónimos no han expresado ya su descontento con la imagen distorsionada que se ofrece de ellos. A veces nos preguntamos si estamos ante un problema o en una fiesta. ¿“Orgullosamente libres”? ¿Con 12 contratos temporales en un año?
En definitiva, un exponente más de un Occidente que ha trastocado todas las cosas, no para reordenarlas, sino para que mediante la distorsión pierdan el sentido de lo razonable. Perdida la razón, se puede hacer valer cualquier cosa.
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