Los jóvenes policías belgas que se han suicidado
desde marzo deberían ser para nosotros un grito de dolor y de desesperación más
terrible que el del cuadro del noruego Edvard Munch.
Once policías belgas se han suicidado desde el 22 de marzo, fecha del atentado
terrorista en Bruselas, los mismos que en todo 2015. Jóvenes preparados para luchar,
con entrenamientos intensos, con uniformes propios de películas y series que inundan
lo medios. Jóvenes que empuñan armas automáticas más poderosas que ellos mismos,
que han visto utilizar a actores famosos en secuencias de héroes en sus propios
domicilios y aún en sus horas de guardia o de descanso.
Todos ellos menores de 25 años y nunca habían hecho servicio militar o policial, ni
siquiera la mayoría había formado parte de organizaciones humanitarias de la sociedad
civil en donde se está a diario con personas abandonadas, enfermos terminales,
drogadictos o personas dependientes, en poblados de chabolas incrustadas en los
aledaños de las grandes ciudades “alegres y confiadas” adonde acudieron en busca de
los derechos más fundamentales: educación, sanidad, trabajo digno, viviendas
adecuadas y una vida sencillamente humana y civilizada.
Esos centenares de jóvenes militares belgas reciben tratamiento psiquiátrico para
contener la oleada de suicidios y de otras “enfermedades” conseguidas como escapes
ante una realidad inasumible, como sucede en Francia, Alemania y otros países ricos y
poderosos. Nadie les ha explicado que muchos de esos extranjeros que llegan en busca
de acogida, de trabajo y de refugio nos devuelven la visita que hicimos a sus
antepasados durante siglos… pero para explotar sus recursos y dividirlos en extraños
países como sucedió en Oriente Medio.
Esos jóvenes suicidas deberían ser para nosotros un grito de dolor y de desesperación
más terrible que el del cuadro del noruego Edvard Munch. Declarados oficialmente
como suicidas, son una cortina de paño burda que oculta depresiones, alteraciones del
sueño, lágrimas reprimidas y tragadas, miedos y sueños angustiosos que al menos en
unos 550 son tratados por un equipo de psicólogos y de trabajadores sociales. En
Bélgica, país rico, sin analfabetismo, con leyes democráticas y un buen nivel de vida…
pero ¿de qué vida que alcanza el paroxismo del suicidio culminado después de
infiernos de inseguridad y de miedo que no podían exhibir? Antes se les decía que no
podían expresar dolor, pero ese era el contexto psicológico antiguo en la policía belga.
Ahora han comprendido que necesitan hablar de sus inesperados traumas.
Llevaban uniformes, se habían formado en ambientes de calidad y de exigencia,
escucharon arengas cercanas al delirio y clases sobre el valor, la patria y las
obligaciones de quienes se encontraban en posesión de la verdad, la justicia y la
convivencia ciudadana como garantes de su seguridad. Participaron en campamentos y
entonaron canciones al calor de las hogueras y de la fraternidad de personas fuertes
en las que el miedo era inconcebible.
Sus mayores sí que sabían de un terrible pasado colonial en Congo belga pero
“explicado” en sus libros de texto como de una misión “civilizadora, cristiana y de
apertura al comercio”; las tres C’s promovidas por aquel rey Leopoldo II que obligó al
país a asumir en 1908 a Congo como colonia ya que sus negocios privados en ese
inmenso y rico territorio que le “pertenecía” necesitaban de la mano dura del Ejército
belga.
No les han explicado lo sucedido; en la indecente y escandalosa Conferencia de Berlín
de 1878 en la que unos gobernantes sin escrúpulos se repartieron el continente
africano a cartabón y plomada. Ese nefasto rey de Bélgica, Leopoldo II, convenció
hábilmente a los gobiernos de Francia y de Alemania que para los intereses de ambos
países era necesario asegurar el libre comercio en África y allá fueron Gran Bretaña,
Alemania, Francia, Portugal, Italia y España a apoderarse de tierras y pueblos de África.
Bélgica forma parte de la OTAN y de su siniestra política de aplastamiento de
poblaciones en donde quiera que hubiera petróleo, oro, madera, bauxita, col-tan,
mano de obra barata para explotar algodón o caucho, café o minerales que prohibían
transformar en origen para obligarles después a comprar sus productos acabados.
Como denunció Gandhi cuando se atrevió a agacharse con sus seguidores y tomar sal a
la orilla del mar; los gurkas intervinieron y las ametralladoras dejaron centenares de
cuerpos destrozados porque la sal como el algodón y otras materias primas
“pertenecían” a la Corona, británica. Por eso, hasta 1946-47 a miles de niñas en India
se les amputaban las falanges de los dedos pulgares, para que no pudieran hilar. Esa
es la historia de la rueca en la bandera de la India moderna y la razón de que el
Mahatma recibiese a sus visitantes sentado sobre una estera e hilando algodón para
vestirse con sus saris, sarones y dottis.
Hoy millones de seres contemplamos atónitos los efectos de un arma que los
conquistadores dejamos plantada en tierras que merecían el respeto a su dignidad y a
su historia.
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