Un fantasma recorre Europa, parafraseando el inicio de aquel manifiesto panfletario de Marx y Engels, y también el mundo, o al menos el nuestro. Me refiero al “transhumanismo”, vocablo que nos sume en un laberinto conceptual de tramitación ardua si acometemos la búsqueda de la salida correcta, sea la que sea, y queremos evitar, al mismo tiempo, ser engullidos por otras puertas que no llevan a ninguna parte, como la de la conspiración, siempre atractiva en estas cuestiones, o la del conformismo acrítico, menos seductor pero que ofrece asimismo su propio trampantojo.
En Wikipedia, a la que no suelo apelar, pero a la que recurro como excepción por la razón que se explicita más adelante, se define el transhumanismo como “movimiento cultural e intelectual internacional que tiene como objetivo final transformar la condición humana mediante el desarrollo y fabricación de tecnologías (……) que mejoren las capacidades humanas”. Se añade el término “poshumano” a todo ello y hay que decir que constituye el entrecomillado la definición dulce y suave del fenómeno, no en vano es Wikipedia, y de ahí su uso en este caso, uno de los órganos oficiales de quienes sean los que ordenan y disponen sobre la vida y la muerte de la mayoría de nosotros, humanos de a pie aún no mejorados, ni todavía mutantes como lo son, en la ficción, aquellos miembros de las sagas de superhéroes que pueblan los comics y el cine.
Hay otras versiones menos halagüeñas. La fusión con los ordenadores fue ya, hace una década, anunciada por Harari, autor de “Sapiens de animales a dioses”, donde atribuye nuestro éxito como especie a los relatos, y sus previsiones parecen apresurarse con la IA y la Agenda 2030, en ese extraño maremágnum acelerado a partir de la famosa pandemia. Esta por ver si no se trata del penúltimo relato, glosando al propio Harari.
¿Se está, acaso, anunciando un transhumanismo de superhombres? Estableció Nietzsche que tomaríamos ese rumbo si no fuéramos esclavos de la religión y de la moral. Pero, claro, la moralidad, religiosa o laica, obsoleta o no, forma parte de nuestros recelos y va de límites. ¿Superar, pues, los límites? Implicaría, en ese caso, el transhumanismo una suerte de amoralidad creativa. Mas no lo creo. No veo a corto plazo un sincretismo entre nosotros y las máquinas o una mezcla entre hardware biológico y hardware/software fabricado por no se sabe quiénes. Admito que la técnica nos ayudará, como siempre y, si nos dejan usarla en nuestro beneficio, nos hará la vida más cómoda, que de eso se trata. Con todo, seguiremos condicionados, de momento, por las emociones, humanizadoras para bien y para mal.
Olvidemos la posibilidad, a corto plazo, de Robocop o de Superman. A pesar de ello, no nos confiemos demasiado. Persistiremos, creo yo, en ser los humanos que fuimos hasta ahora, pero en otro contexto tecnológico, con todas sus implicaciones sociales y culturales, llenas de cambios inquietantes. Tengo la impresión de que la alusión al transhumanismo esconde otras cosas e igual “neoesclavismo” sería palabra más adecuada para precisar lo que se cuece, porque no tengo claro que el objetivo se centre en que la tecnología nos libere, y más bien me parece que se orienta a que nos volvamos más dependientes, igual por la vía de un hedonismo mal entendido y de una progresiva amoralidad, para hacernos sumisos a cambio del pico o pinchazo metafórico de cada día, una vez devenidos toxicómanos controlados por el Gran Hermano dispensador de soma virtual.
Partiendo de aquella película española titulada “¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?” (1993), podemos plantearnos la pregunta de por qué hablamos de trashumamos cuando queremos decir esclavos perfectos.
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