Proclama el tango aquello de que “el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en 510 y el 2000 también”(1), lo que, en realidad, nada nuevo aporta a la filosofía de calle y taberna. Pero sí da lugar a cavilación, pues me malicio que, peor que las sórdidas realidades de este valle de lágrimas, acaban resultando muchos de los intentos para erradicarlas. Esa propensión, la de arreglar el orbe, está presente en nosotros y, como consecuencia, han surgido y surgen sujetos o personajes ahítos de la misma y muy caros, habitualmente, a la tranquilidad, e incluso a la integridad física, de sus contemporáneos.
Es probable que todo provenga de la observación de un mundo que percibimos imperfecto. Recuerdo, de mis lejanos tiempos de enseñanza primaria, una parábola contenida en la enciclopedia que era nuestro libro de texto, quizás en la parte dedicada a la educación religiosa (coleaban aún los rescoldos del nacionalcatolicismo), que llevaba por título “Parábola de la Divina Providencia”; describía las cavilaciones de un varón que descansaba tumbado bajo la sombra de un manzano y que, observando el entorno que lo rodeaba, comenzaba a preguntarse por qué las cosas eran como eran y no de otra manera, planteándose, verbigracia, la razón por la cual pendían las manzanas de los árboles mientras que los melones descansaban sobre la tierra, hasta que, en ese trance, le cayó una de esas manzanas en la cabeza, lo que le convenció de la bondad de los designios sabios de la Providencia, pues se imaginó lo que hubiera ocurrido si se hubiera sido un melón el fruto aterrizado sobre su testa.
Es evidente que trataba, la narración, de convencer al discente de habitar el mejor de los mundos posibles, pero no estaría de más, por poner alguna dosis de humor, de tenerla en cuenta antes de proponer cualquier cambió para mejorar y salvar el mundo. Sin duda que buscar las imperfecciones para corregirlas y mejorar nuestra vida es loable. No habría progreso sin ello. Pero algunos salvadores atesoran mucho peligro. Los hay y los hubo en gran número, de todo tiempo y condición, conocidos o anónimos.
Está el salvador tipo Savonarola, el clérigo italiano, nacido en Ferrara y protagonista en la Florencia de finales del siglo XV, que, pretendiendo la rectitud moral, diseñó una hoguera de las vanidades, muy en la línea del anticonsumismo actual, pero con gran aderezo religioso y místico; su fanatismo no llegó lejos, pues sus coetáneos le pararon los pies a tiempo.
Más daño físico hizo el llamado “Tata Dios”, en la Argentina del último tercio del siglo XIX; fue el apodo o alias de un tal Gerónimo Solané, de origen incierto, santón y curandero que provocó la masacre de Tandil (treinta y seis asesinados), tras organizar a los gauchos de la zona contra lo que consideraba él, en sus predicaciones, el gran mal de la inmigración, en este caso de origen europeo, figurando entre los muertos italianos y vascos, por esas cosas de la xenofobia, que va y viene en discursos y apariencia pero que, como la energía, se mantiene constante en el resto. Fue este un salvador henchido de principios religiosos y esotéricos.
Hay más, tal vez demasiados. Podemos citar, en el siglo XX, el caso del Che Guevara, cuya imagen forma parte de los iconos pop, pero que, a pesar de la mitología marxista y de la canonización de una parte de la Izquierda, resultó un salvador nocivo y deletéreo, que hizo un arte de la ejecución y el crimen. En relación con ello, publicó, en 2008, Jacobo Machover un libro titulado “La cara oculta del Che”, en el que se desmonta su imagen de revolucionario intachable, si es que eso no es ya una anacoluto en si mismo, trocada por la de asesino. Él mismo afirmó, ante las Naciones Unidas, en 1964, que “hemos fusilado, fusilaremos y seguiremos fusilando mientras se necesite”, lo cual no supone una declaración de concordia y pacifismo. Un salvador político, pero homicida, en este caso, cuya imagen no genera rechazo aparente. Cosas de nuestro mundo.
Ojo pues con los salvadores. Igual hay que desmitificar el concepto de transformación radical cuando deviene ingeniería social o encubre el peligro totalitario. Sería bastante, de momento, con que los liberticidas no tuvieran buena prensa.
(1) Tango “Cambalache”, compuesto en 1934 por Enrique Santos Discépolo.
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