La apertura de los Juegos Olímpicos de París fue, a mi entender, una vergüenza y una afrenta para todo el mundo, no sólo hacia los cristianos. Por eso la queja debería haber sido común y coral. Aunque convendría entrar a comentar su significado último, pues el becerro de oro, un caballero representando la muerte o la parodia drag queen de Jesucristo en la Última Cena no forman parte de una performance burda, sino que viene a ser un rito enmascarado de satanismo (después salieron al paso diciendo que se han inspirado en ‘'Le Festin des Dieux', obra de Jan Hermansz van Bijlert, donde los dioses del Olimpo celebran unas bodas), es interesante reparar en que a los ideólogos se les ha ido la mano y se han delatado en sus contradicciones.
Recuerdo que la gala incurrió en una primera incoherencia llamativa: relegó a un lamentable papel subalterno a sus teóricos protagonistas. Los atletas fueron desplazados a una ridícula parada fluvial. Carecían de importancia. Les privaron del momento estelar del desfile por la pista, el símbolo de su aspiración cimentada sobre años de duro esfuerzo. Los convirtieron en figurantes subalternos de una descomunal operación de propaganda líquida. Así, provoca estupor que un acontecimiento que debería estar al margen de los avatares del mercado ideológico (segunda paradoja) se instrumentalice deliberadamente. Creo que no hay precedente en este sentido. Bueno, sí: Berlín 36, cuando el nazismo hizo acopio de los Juegos para proyectar una nueva era. Se ha rescatado un olimpismo trufado de ideología sectaria y reduccionista.
Por tanto, el espectáculo fue una afrenta contra el deporte, pero también una infamia a la identidad de Francia y, por extensión, de Europa, convertidas, tristemente, en un símbolo contra la cultura y la tolerancia. Tercera paradoja a la que se ha abocado a una nación y a un continente que han abanderado históricamente ambos estandartes.
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