A principios de invierno, la Semana Nobel, en Estocolmo, comienza a desplegar su manto de expectativas, y el mundo entero fija su mirada en la capital escandinava. El histórico Edificio de la Bolsa (Börshuset), construido en el siglo XVII y ubicado en la ciudad vieja, parece respirar la historia y el peso de las decisiones de la Academia Sueca. Y cada primer jueves de octubre de cada año, desde este edificio, se anuncia el nombre de la persona ganadora del Premio Nobel de Literatura. Es entonces cuando el salón de la Academia Sueca se llena de periodistas de todo el mundo. Llegan con sus cámaras fotográficas, micrófonos y preguntas afiladas esperando captar cada palabra, cada gesto y cada expresión de sorpresa; o quizá de decepción. Los murmullos se entremezclan, y todos esperan la una en punto de la tarde. Es la hora mágica en donde una puerta blanca, decorada con adornos en alto relieve color oro y custodiada por dos candelabros, esconde un secreto que está a punto de revelarse. Es la puerta silenciosa durante casi los doce meses del año, y que ahora se convierte en el centro de la atención mundial. Llegada la hora indicada se abre la puerta lentamente y, con paso solemne y rostro sereno, aparece el secretario permanente de la Academia Sueca. Y frente a la multitud de periodistas anuncia, en varios idiomas, el nombre del galardonado o de la galardonada con el Premio Nobel de Literatura. Al mismo tiempo, lee la motivación de la Academia Sueca que ha llevado a conceder tan prestigioso galardón. Encaminando, así, la noticia a todos los rincones del planeta.
Después de este anuncio, el ambiente está cargado de expectación. Surgen aplausos y susurros que se extienden por el recinto como una ola de reacciones que chocan entre sí. Acto seguido, las cámaras fotográficas entran en funcionamiento, se escucha el sonido característico de esos objetos y los micrófonos avanzan hacia el secretario, quien responde a las preguntas en diferentes idiomas. Hay una mezcla de formalidad y urgencia por conocer los detalles que rodearon la elección del nuevo laureado o laureada. Se percibe una euforia. Algunos periodistas comienzan a redactar sus artículos tecleando frenéticamente en sus computadoras portátiles, mientras mantienen un oído atento a las respuestas del secretario. Otros graban sus primeros reportajes en video. Es un momento de celebración y de reflexión. El Premio Nobel de Literatura no es solo un reconocimiento individual, sino también es un mensaje cultural y literario que resuena en todo el mundo. Es decir, es un recordatorio de las obras literarias que perduran en el tiempo y que, quizá, son un refugio para quienes encuentran en las palabras un salvavidas en medio del caos.
Da la impresión que en el aire del salón flota una sensación de logro y de tristeza, porque cada año la puerta se abre para revelar un nombre, pero a la misma vez, cierra la posibilidad de tantos otros que esperaban, soñaban y deseaban el Premio más famoso del mundo. El secretario, ya retirado de las cámaras y de las luces, cierra los ojos por un momento consciente de que ha sido parte de algo más grande que él, más grande que la propia Academia. Y mientras él y todos los demás salen del salón, el Edificio de la Bolsa vuelve a su mutismo habitual con sus paredes cargadas de recuerdos y su puerta blanca, tan bella y misteriosa, regresando a su letargo.
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