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Durante muchos años ha condenado su uso

​La Iglesia y los anticonceptivos

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Durante muchos años la Iglesia católica ha condenado el uso de anticonceptivos, desde la Encíclica de Pablo VI, aunque algunos cardenales como el futuro Papa Juan Pablo I pensaban que no había que prohibirlo (luego se sumaron a la decisión papal). Mucho se ha dicho sobre si esa doctrina “irreformable” pertenecía a una doctrina “definitiva”, pero ya se ve que es difícil, en el contexto de cada momento histórico, distinguir lo disciplinar de lo doctrinal. En las actas del encuentro vaticano sobre este tema (2022, recogido en las Actas publicadas por la editorial Vaticana) dicen algunos asistentes que existen “condiciones y circunstancias prácticas que harían irresponsable la elección de engendrar” por lo que una pareja casada puede decidir recurrir “con una sabia elección” a técnicas anticonceptivas no naturales, “excluyendo obviamente las abortivas” (recogido en Religión digital).


Medio siglo de divergencias con el Magisterio

Mientras que los teólogos han estado por decenios hablando de la “nota” de esa prohibición (si era doctrina infalible, ordinaria…), los fieles comunes han usado de los anticonceptivos de modo general.

   

Ha ido evolucionando el contexto de esa doctrina, con la aceptación de la “píldora vaticana” (libre de efectos abortivos) para los casos graves, como son la violación de las monjas en la guerra de Bosnia (1993), luego se ha aplicado el mismo criterio para valorar casos de violación incluso dentro del matrimonio, y el año 2021 se aconsejó a las monjas el uso medicinal de la píldora, y la Iglesia dijo que “de ninguna manera considera como ilegal el uso de medios terapéuticos necesarios para curar enfermedades orgánicas, aunque también tengan un efecto anticonceptivo".

   

En 2022, este seminario promovido por la Pontificia Academia para la Vida se recoge la opinión de que "hay situaciones en las que los dos cónyuges, que han decidido o decidirán acoger a los niños, pueden hacer un sabio discernimiento en el caso concreto, que, sin contradecir su apertura a la vida, en ese momento, no la prevé".


El matrimonio requiere virtudes, ir contra corriente

  

El matrimonio está de por sí abierto a la vida, con un amor en sí libre de impedimentos. La unión sexual está dentro de esta armonía interior que es así consecuencia del orden interior, que cuesta esfuerzo, y tiene un encanto especial. Las personas que viven este espíritu, siguen lo que dice la Biblia (Sab 8,7):  “¿Amas la justicia? Las virtudes son sus empeños, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida”.

  

Así, la castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana, del don de sí, de la caridad que es la forma de todas las virtudes. La virtud de la castidad se desarrolla en la amistad, y concretamente en la unidad matrimonial, en la vida en pareja.

   

Porque el acto sexual –recordando la doctrina de Pablo VI- une los significados procreativo y unitivo, es una comunión corporal estrecha, algo sagrado. Un lenguaje corporal que expresa la fuerza del amor.


El contexto histórico va cambiando


La unión sexual fuera de la pareja, digamos en casos esporádicos, no está ordenada a la procreación y en cierto modo la injusticia sería que hubiera embarazo, por tanto será mejor usar modos que preserven que no haya concepción.

   

Además, desde siempre he tenido clara una cosa: fuera de caso de relaciones esponsales que se prevé esa apertura a los hijos, casi siempre es mejor usar anticonceptivos, por la variedad de situaciones que haría injusto lo contrario: porque la otra persona está casada, porque la pareja son demasiado jóvenes para afrontar una concepción. Y, por supuesto, siempre que haya infecciones de transmisión sexual, es de justicia avisar a la otra parte para no cometer una injusticia mayor.

   

Así, Marciano Vidal y A. Mifsud dirán: “Es inmoral excluir activamente la procreación en la entrega sexual, a no ser que haya razones importantes que recomienden evitar la concepción y la continencia resulte perjudicial para la pareja. Ahora bien, las condiciones han cambiado de tal modo que ya no es excepción, sino ordinario, el caso de una anticoncepción moralmente justificada. Según eso, el valor permanece el mismo pero ha de modificarse la formulación”.

   

Mifsud añade que la Encíclica Humanae vitae “posee grandes valores que es preciso destacar... Sin embargo, quedaron abiertos una serie de interrogantes que fueron -y siguen siendo- ampliamente discutidos”. Con el paso de los años, se ve que en aquel contexto había un “biologismo” de base, y propone que se enjuicie el tema del doble significado (unitivo y procreativo), no sobre cada acto conyugal, sino como finalidad del matrimonio (o sea que la fecundidad esté comprendida en el “plan” matrimonial, pero no en cada acto). Es una forma de aplicar la “opción fundamental” a este tema. Ambrosio Valsecchi va en la misma línea. “Una primera crítica a la postura tradicional se encargó de mostrar la suma fragilidad de la argumentación racional que se presentaba en su apoyo a partir de la orientación necesaria de todo acto conyugal hacia la procreación; de este modo se llegó a la distinción entre la fecundidad del acto y la del matrimonio, concluyendo de aquí que no es cada uno de los actos, sino el ejercicio de la sexualidad en su conjunto, lo que lleva dentro de sí esa llamada intrínseca a la fecundidad... que no puede eludirse a través de toda la vida conyugal” . Por eso Mifsud piensa que la Humanae vitae no es un documento infalible, que puede haber legítimamente disensión de conciencia, y que esa condena a los métodos artificiales no afirma que siempre sea pecado mortal.

   

A finales del siglo pasado, se vio claramente una forma nueva de dissenso entre el Magisterio romano, que apuntalaba la doctrina de los actos intrínsecamente malos (y toda la moral tradicional de objeto, fin y circunstancias) y una pastoral más adecuada al contexto actual, libre de esos impedimentos. Pesaba sobre la forma de compaginar doctrina y vida, la carga que ha tenido todo lo sexual en la moral católica, desde que un papa recogió en una Bula la opinión de algunos moralistas de que en este tema es pecado mortal ex toto genere suo, que no hay parvedad de materia… (cosa falsa, y muy superada).

   

Ya había habido, a mitad del siglo XX, una visión renovada de la moral, donde decía por ejemplo Häring: “En vistas a una mejor información de la tradición global de la Iglesia y de la psicología actual, los autores más representativos de la teología moral son del parecer de que en materia de sexto mandamiento o de castidad existe la 'parvitas materiae'. No debemos poner diferencias entre la moral sexual y la justicia y otros mandamientos y virtudes”. Algunos moralistas insisten en la necesidad de reinterpretar el principio  (Grundel), otros en revisarlo a fondo (Häring) y otros en que es insostenible (J. Ziegler, A. Valsecchi). El racionalismo hizo que se consideraran principios morales cosas que no lo eran, sino más bien herramientas para usar en determinados casos y en contextos históricos ya obsoletos. Esto ha pasado con frecuencia en la historia, basta recordar el “principio de doble efecto” que se inventó hacia el año 1600 y que ha sido una herramienta útil en muchas ocasiones, pero no siempre; y, por supuesto, no es un principio moral como el racionalismo moralizante nos quiso imponer.


La libertad de los hijos de Dios


El normativismo pone la ley por encima de la persona, y en la aplicación de “mandamientos” se ha hecho así en muchas ocasiones, lesionando la dignidad de la persona y la familia, que son precisamente los bienes que vienen a proteger esos “mandamientos” que son expresión de la ley natural.

   

La “libertad de los hijos de Dios” pone el foco en la conciencia (luz divina en el interior de la persona) superando las formas autoritarias, donde los “gendarmes de la ortodoxia” guían las conciencias desde fuera, sin acoger ese contexto del objeto moral que es la finalidad del acto (que lo hace bueno o malo).

   

Me gustaría situar el tema dentro de la mejor tradición de la Iglesia (https://www.religiondigital.org/opinion/Vivir-paz-hijos-Dios_0_2370062983.html) pues Jesús nunca nos dio la lista ordenada de mandamientos según el Decálogo, sino que fue poniendo ejemplos de normas morales pero sin un orden preciso, y siempre enfocadas a proteger el amor a Dios y a los demás, los bienes de la vida. Por ejemplo, el “no matarás” queda ampliado en la defensa de la dignidad, no hablar mal de nadie. Y el mandamiento de no cometer adulterio está en relación con el bien de la familia. Hay normativas secundarias para proteger ese bien de la familia, como el no poner impedimentos a la concepción.


Conozco personas que han sufrido los consejos de sacerdotes, de no usar métodos preservativos, como si fuera un absoluto moral, y esto provocó daños graves a ese matrimonio. Aquí es cuando entra la perversión de la norma, que en principio estaba destinada a proteger la familia, y acaba por hacerle daño.

   

Por tanto, admite excepciones toda normativa secundaria que está dirigida a proteger un bien principal como es la familia (el shabat está para servir a la persona y no al revés). Una norma secundaria que está para proteger un bien más grande (la familia) cede si en algún caso es mejor usar esos medios por ejemplo por agobios psicológicos del cónyuge. Es lo que los griegos llamaban la epikeia: a veces hay que ir contra la letra de la ley, para vivir el espíritu de la misma.

   

La prohibición de la anticoncepción es una norma secundaria para proteger la familia. Así, la entrega generosa, la modestia y la castidad, la continencia de común acuerdo y tantas formas expresivas del amor, son virtudes cristianas siempre que no vayan contra el espíritu del mandamiento, que es el bien de la familia. Además, se mezcla todo esto con el fuerte carácter maniqueo que han tenido algunas formas de moralismo considerando la sexualidad como negativa, y que una cultura del eros adecuada va corrigiendo poco a poco.

​La Iglesia y los anticonceptivos

Durante muchos años ha condenado su uso
Llucià Pou Sabaté
sábado, 21 de septiembre de 2024, 12:28 h (CET)

Durante muchos años la Iglesia católica ha condenado el uso de anticonceptivos, desde la Encíclica de Pablo VI, aunque algunos cardenales como el futuro Papa Juan Pablo I pensaban que no había que prohibirlo (luego se sumaron a la decisión papal). Mucho se ha dicho sobre si esa doctrina “irreformable” pertenecía a una doctrina “definitiva”, pero ya se ve que es difícil, en el contexto de cada momento histórico, distinguir lo disciplinar de lo doctrinal. En las actas del encuentro vaticano sobre este tema (2022, recogido en las Actas publicadas por la editorial Vaticana) dicen algunos asistentes que existen “condiciones y circunstancias prácticas que harían irresponsable la elección de engendrar” por lo que una pareja casada puede decidir recurrir “con una sabia elección” a técnicas anticonceptivas no naturales, “excluyendo obviamente las abortivas” (recogido en Religión digital).


Medio siglo de divergencias con el Magisterio

Mientras que los teólogos han estado por decenios hablando de la “nota” de esa prohibición (si era doctrina infalible, ordinaria…), los fieles comunes han usado de los anticonceptivos de modo general.

   

Ha ido evolucionando el contexto de esa doctrina, con la aceptación de la “píldora vaticana” (libre de efectos abortivos) para los casos graves, como son la violación de las monjas en la guerra de Bosnia (1993), luego se ha aplicado el mismo criterio para valorar casos de violación incluso dentro del matrimonio, y el año 2021 se aconsejó a las monjas el uso medicinal de la píldora, y la Iglesia dijo que “de ninguna manera considera como ilegal el uso de medios terapéuticos necesarios para curar enfermedades orgánicas, aunque también tengan un efecto anticonceptivo".

   

En 2022, este seminario promovido por la Pontificia Academia para la Vida se recoge la opinión de que "hay situaciones en las que los dos cónyuges, que han decidido o decidirán acoger a los niños, pueden hacer un sabio discernimiento en el caso concreto, que, sin contradecir su apertura a la vida, en ese momento, no la prevé".


El matrimonio requiere virtudes, ir contra corriente

  

El matrimonio está de por sí abierto a la vida, con un amor en sí libre de impedimentos. La unión sexual está dentro de esta armonía interior que es así consecuencia del orden interior, que cuesta esfuerzo, y tiene un encanto especial. Las personas que viven este espíritu, siguen lo que dice la Biblia (Sab 8,7):  “¿Amas la justicia? Las virtudes son sus empeños, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida”.

  

Así, la castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana, del don de sí, de la caridad que es la forma de todas las virtudes. La virtud de la castidad se desarrolla en la amistad, y concretamente en la unidad matrimonial, en la vida en pareja.

   

Porque el acto sexual –recordando la doctrina de Pablo VI- une los significados procreativo y unitivo, es una comunión corporal estrecha, algo sagrado. Un lenguaje corporal que expresa la fuerza del amor.


El contexto histórico va cambiando


La unión sexual fuera de la pareja, digamos en casos esporádicos, no está ordenada a la procreación y en cierto modo la injusticia sería que hubiera embarazo, por tanto será mejor usar modos que preserven que no haya concepción.

   

Además, desde siempre he tenido clara una cosa: fuera de caso de relaciones esponsales que se prevé esa apertura a los hijos, casi siempre es mejor usar anticonceptivos, por la variedad de situaciones que haría injusto lo contrario: porque la otra persona está casada, porque la pareja son demasiado jóvenes para afrontar una concepción. Y, por supuesto, siempre que haya infecciones de transmisión sexual, es de justicia avisar a la otra parte para no cometer una injusticia mayor.

   

Así, Marciano Vidal y A. Mifsud dirán: “Es inmoral excluir activamente la procreación en la entrega sexual, a no ser que haya razones importantes que recomienden evitar la concepción y la continencia resulte perjudicial para la pareja. Ahora bien, las condiciones han cambiado de tal modo que ya no es excepción, sino ordinario, el caso de una anticoncepción moralmente justificada. Según eso, el valor permanece el mismo pero ha de modificarse la formulación”.

   

Mifsud añade que la Encíclica Humanae vitae “posee grandes valores que es preciso destacar... Sin embargo, quedaron abiertos una serie de interrogantes que fueron -y siguen siendo- ampliamente discutidos”. Con el paso de los años, se ve que en aquel contexto había un “biologismo” de base, y propone que se enjuicie el tema del doble significado (unitivo y procreativo), no sobre cada acto conyugal, sino como finalidad del matrimonio (o sea que la fecundidad esté comprendida en el “plan” matrimonial, pero no en cada acto). Es una forma de aplicar la “opción fundamental” a este tema. Ambrosio Valsecchi va en la misma línea. “Una primera crítica a la postura tradicional se encargó de mostrar la suma fragilidad de la argumentación racional que se presentaba en su apoyo a partir de la orientación necesaria de todo acto conyugal hacia la procreación; de este modo se llegó a la distinción entre la fecundidad del acto y la del matrimonio, concluyendo de aquí que no es cada uno de los actos, sino el ejercicio de la sexualidad en su conjunto, lo que lleva dentro de sí esa llamada intrínseca a la fecundidad... que no puede eludirse a través de toda la vida conyugal” . Por eso Mifsud piensa que la Humanae vitae no es un documento infalible, que puede haber legítimamente disensión de conciencia, y que esa condena a los métodos artificiales no afirma que siempre sea pecado mortal.

   

A finales del siglo pasado, se vio claramente una forma nueva de dissenso entre el Magisterio romano, que apuntalaba la doctrina de los actos intrínsecamente malos (y toda la moral tradicional de objeto, fin y circunstancias) y una pastoral más adecuada al contexto actual, libre de esos impedimentos. Pesaba sobre la forma de compaginar doctrina y vida, la carga que ha tenido todo lo sexual en la moral católica, desde que un papa recogió en una Bula la opinión de algunos moralistas de que en este tema es pecado mortal ex toto genere suo, que no hay parvedad de materia… (cosa falsa, y muy superada).

   

Ya había habido, a mitad del siglo XX, una visión renovada de la moral, donde decía por ejemplo Häring: “En vistas a una mejor información de la tradición global de la Iglesia y de la psicología actual, los autores más representativos de la teología moral son del parecer de que en materia de sexto mandamiento o de castidad existe la 'parvitas materiae'. No debemos poner diferencias entre la moral sexual y la justicia y otros mandamientos y virtudes”. Algunos moralistas insisten en la necesidad de reinterpretar el principio  (Grundel), otros en revisarlo a fondo (Häring) y otros en que es insostenible (J. Ziegler, A. Valsecchi). El racionalismo hizo que se consideraran principios morales cosas que no lo eran, sino más bien herramientas para usar en determinados casos y en contextos históricos ya obsoletos. Esto ha pasado con frecuencia en la historia, basta recordar el “principio de doble efecto” que se inventó hacia el año 1600 y que ha sido una herramienta útil en muchas ocasiones, pero no siempre; y, por supuesto, no es un principio moral como el racionalismo moralizante nos quiso imponer.


La libertad de los hijos de Dios


El normativismo pone la ley por encima de la persona, y en la aplicación de “mandamientos” se ha hecho así en muchas ocasiones, lesionando la dignidad de la persona y la familia, que son precisamente los bienes que vienen a proteger esos “mandamientos” que son expresión de la ley natural.

   

La “libertad de los hijos de Dios” pone el foco en la conciencia (luz divina en el interior de la persona) superando las formas autoritarias, donde los “gendarmes de la ortodoxia” guían las conciencias desde fuera, sin acoger ese contexto del objeto moral que es la finalidad del acto (que lo hace bueno o malo).

   

Me gustaría situar el tema dentro de la mejor tradición de la Iglesia (https://www.religiondigital.org/opinion/Vivir-paz-hijos-Dios_0_2370062983.html) pues Jesús nunca nos dio la lista ordenada de mandamientos según el Decálogo, sino que fue poniendo ejemplos de normas morales pero sin un orden preciso, y siempre enfocadas a proteger el amor a Dios y a los demás, los bienes de la vida. Por ejemplo, el “no matarás” queda ampliado en la defensa de la dignidad, no hablar mal de nadie. Y el mandamiento de no cometer adulterio está en relación con el bien de la familia. Hay normativas secundarias para proteger ese bien de la familia, como el no poner impedimentos a la concepción.


Conozco personas que han sufrido los consejos de sacerdotes, de no usar métodos preservativos, como si fuera un absoluto moral, y esto provocó daños graves a ese matrimonio. Aquí es cuando entra la perversión de la norma, que en principio estaba destinada a proteger la familia, y acaba por hacerle daño.

   

Por tanto, admite excepciones toda normativa secundaria que está dirigida a proteger un bien principal como es la familia (el shabat está para servir a la persona y no al revés). Una norma secundaria que está para proteger un bien más grande (la familia) cede si en algún caso es mejor usar esos medios por ejemplo por agobios psicológicos del cónyuge. Es lo que los griegos llamaban la epikeia: a veces hay que ir contra la letra de la ley, para vivir el espíritu de la misma.

   

La prohibición de la anticoncepción es una norma secundaria para proteger la familia. Así, la entrega generosa, la modestia y la castidad, la continencia de común acuerdo y tantas formas expresivas del amor, son virtudes cristianas siempre que no vayan contra el espíritu del mandamiento, que es el bien de la familia. Además, se mezcla todo esto con el fuerte carácter maniqueo que han tenido algunas formas de moralismo considerando la sexualidad como negativa, y que una cultura del eros adecuada va corrigiendo poco a poco.

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