Mauro Corona es un escritor prácticamente desconocido en España. Pertenece a ese tipo de artistas amantes de la montaña y de la vida en la naturaleza. Pupilo del escritor Rigoni Stern, prisionero en un campo de concentración alemán durante la II Guerra Mundial. Compañero y amigo de escritores de la talla de Cognetti, Paolo Rumiz, Andina, o el mismo Claudio Magris quien dijo de él «es un hombre salvaje que tiene la inocencia de la serpiente».
El 9 de octubre de 1963 una ola gigantesca de agua y barro, de doscientos cincuenta metros de altura, originada por el desprendimiento de las laderas del monte de la presa del Vajont, engulló el pueblo de Erto, entre muchos otros, ocasionado la muerte de dos mil personas. Tras su paso quedó un pasaje ferroso y polvoriento, sumido en el lodo. Un pueblo abandonado después de la catástrofe. Toda una vida ahogada en el silencio. Recuerdos sin voces y casas vacías y abandonadas como un páramo en lo alto de las montañas.
Sin embargo, gracias a Mauro Corona todas aquellas vivencias de calles transitadas, de voces de la infancia, de bailes en fiestas, de tertulias al anochecer, de recios bebedores, de jugadores empedernidos, de mujeres asombrosas, de villanos, de diablos y de héroes anónimos, han sido rescatados del reino de las sombras gracias a su libro Fantasmas de Piedra. De igual manera, gracias a la destreza en la traducción de Alida Ares hemos tenido la oportunidad de disfrutar de una escritura que ha despertado la belleza del reino sepultado de los muertos.
El escritor italiano divide el libro en cuatro etapas diferenciadas por las estaciones del año: invierno, primavera, verano y otoño. Echa la mochila a su espalda y en un nuevo recorrido, tras aquella inesperada catástrofe, invocará los recuerdos de sus gentes y de sus vidas para que salgan de entre esas paredes ahora derruidas, para que asomen con la volatilidad de un espectro o de un fantasma por encima de los techos hundidos y caminen de nuevo por las calles solitarias y abandonadas durante muchos años, y ya para siempre.
La novela, o este libro de viaje al pasado, es un recorrido melancólico de quién tiene la certeza de que aquellos tiempos ya no volverán y se contenta con ver de nuevo los lugares vacíos. Aquel pasado materialmente barrido por los años y por la ruina que se ha petrificado para siempre en el recuerdo. Un pueblo que aparece descarnado por los depredadores de ruinas, como los restos de un ciervo desollado por los dientes de los zorros. Las vértebras de sus casas y fachadas derrumbadas se contemplan caídas tras la agonía. Son casas y calles en las que se tiene la impresión de que la vida no regresará nunca más después de aquella insólita catástrofe.
Sin embargo, todos y cada uno de los rincones derribados, de las pequeñas paredes que quedaron en pie, guardan, entre sus resquicios, susurros que van tomando fuerza gracias a los recuerdos de unos espíritus que se calientan al fuego de la chimenea. Casas que hablan, estructuras de madera surcadas de estrías y arrugas como el rostro de quien allí habitó antes de la odisea. Puertas que oscilan con la respiración del viento de una montaña inclemente y que chirrían por culpa de los goznes oxidados como una metáfora del paso inexorable de los años, de los gritos, risas y sollozos de los niños y las gentes que habitaron el interior de aquellos hogares.
A partir de ahí, el autor volverá a revivir los sonidos sumergidos en el olvido. La vida en las calles al caer el sol, para hablar serenamente al cobijo de la sombra. Escuchándose unos a otros, sin ser charlatanes, porque como decía Chéjov, «solamente los imbéciles y los charlatanes lo saben y lo comprenden todo». Hombres cansados, después de la faena, que conversan sentados en los poyetes de las casas, con la jarra de vino al lado, los vasos en la mano y la pipa de tabaco en la boca. Tertulias que se alargaban hasta que, al irse a dormir, los astros relucientes en el firmamento dejaban un rastro de luz blanca en el cielo y que transformaba el empedrado de las calles en lingotes de plata.
Corona extrae del recuerdo escenas vistas de niño que quedan grabadas para siempre en la memoria. El golpe de los herreros sobre el hierro candente, la paciencia del artesano y del ebanista para tallar la madera, el mimo del agricultor para cuidar las vides. Todas y cada una de las habilidades de oficios perdidos y de creencias heredadas de los abuelos que desaparecerán para siempre, como esa idea tan respetada en la gente de monte como que los árboles sienten el alma de los hombres. Obras confeccionadas al cobijo de las creencias de la tradición católica de arraigo italiano. Obras esculpidas de artistas solitarios, creyentes y malditos, disolutos y esquivos, e incluso pendencieros y violentos como un Caravaggio que se dedica a pintar vírgenes en las fachadas, a tallar al diablo en madera o esculpirlo en mármol.
Por el libro discurren leyendas de venganzas y apuestas. De muertes silenciadas en las noches y de las que nunca se daba información a las fuerzas del orden. Reencuentro con amigos que han envejecido, como el propio autor del libro, y que ahora, tras rebasar los cincuenta, han aprendido que la vida hay que consumirla cogiendo directamente del árbol. «No hay que hacer provisiones, —dirá Mauro Corona— porque después de los cincuenta el tiempo echa a correr, acelera. Hay que darse cuenta de que no merece la pena hacer depósitos, no se puede meter la vida en un banco esperando retirarla con intereses». La velocidad de la vida, en la rampa hacia abajo, hace que perdamos las piezas en la carretera: el cabello, los dientes, la vista, la fertilidad… Cuando nos queremos dar cuenta nos encontramos más cerca de la muerte que de la vida. Una sombra negra que ha llegado silenciosa, hasta que un día de invierno nos espera parada en la nieve como una estatua de cemento y carbón. Ni siquiera nos habíamos percatado del graznido de los cuervos que habían alertado del humo gris que nos rodeaba.
Todas y cada una de las líneas del libro rezuman una filosofía paciente, de hombres solitarios pero generosos que, con su propia actitud, enseñan lo inútil de las discusiones; que hay que dar la razón a los estúpidos con tal de perderlos de vista; que hay que saber perdonar y no alentar la venganza. Igualmente, hay que pensar antes de hablar, que a veces hay que quedarse quieto, dominar los impulsos del cuerpo y, por supuesto, aprender a observar. Una sabiduría denigrada en los tiempos que corren donde el que más alza la voz, el que más veces sale en la pantalla de televisión o tiene más likes en las redes sociales, es el líder por seguir.
Frente a eso, Mauro Corona rescata, de entre los cimientos de Erto, los recuerdos sigilosos de la caza en la montaña. «Soy cazador —dirá en boca de uno de sus personajes—. Te he olido. Los estúpidos van dejando su olor por donde pasan». Porque hoy día se han olvidado las tradiciones que eran vida, trabajo y cultura. Ya no queda huella de todo aquello, ni en los pueblos arrasados por el Vajont, ni en las trazas ideológicas de la sociedad que hemos creado. Solo queda, como dice Corona, el olor a musgo y piedra muerta.
Se ha perdido el aliento del ganado que salía de los establos en mitad de la helada, en pleno invierno, el humo de las chimeneas, el aroma a leña cortada, el olor de pan cocido a primera hora de la mañana, el rumor de una fuente que corre, la voz de los torrentes entre las piedras o el viento entre los árboles que agitan sus ramas. Ya todo parece convertido en un mundo virtual y falsario, donde prima la vanidad y la apariencia por encima de todo.
Y como contraprestación a ese mundo voraz, prepotente y soberbio que deshecha a los viejos y que mira solamente a un futuro deslumbrante, sin tener en cuenta el pasado y la memoria, Mauro Corona nos recordará las palabras de su abuelo en una de esas tardes en las que tomaba el fresco en el quicio de la puerta: «Mi abuelo decía que los troncos después de cortados, para hacerse buenos, tenían que mirar al crepúsculo, hacia donde termina la calle. Solo así resultaban mejores, menos tercos y agresivos, porque la conciencia del fin les quitaba su ímpetu y su resistencia. También el hombre si piensa en el crepúsculo se vuelve mejor».
Todas y cada una de las líneas del libro de Mauro Corona son un tributo a los cuatro elementos de la naturaleza: la tierra, el aire, el fuego y el agua; y a la interacción del hombre. Puede que uno de ellos, el agua, haya borrado de la faz de la tierra una pequeña aldea donde se concentraba el mundo, su pueblo natal, pero los párrafos de este libro han vuelto a rescatar, como fantasmas de piedra huidos en las noches, las voces del amor irreverente y pasional; los juegos de la infancia, unas veces inocentes, otras crueles; las rivalidades e incluso las venganzas; la hospitalidad de las gentes; la festividad del vino; la fe en el más allá y el miedo al diablo. En definitiva, el paso veloz de la vida bajo un sol de otoño a punto de esconderse.
Fantasmas de piedra, Mauro Corona, traducción de Alida Ares, Altaïr, 2011, 292 pp.
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