Adorar es un verbo que puede utilizarse en el lenguaje coloquial en muchos sentidos. Cuanto más se utiliza en el día a día, menos se entiende lo que verdaderamente significa, porque solo un sentido de esa palabra es preciso y, de la misma manera que creemos en un solo Dios, solo debería hablarse de adorar al Dios verdadero. Pero ya se sabe, “este chico es adorable”, “tengo auténtica adoración por mi madre”, etc., son modos de hablar que manifiestan admiración, agradecimiento, amor profundo.
Pero adorar, estrictamente hablando, solo se adora a Dios. Y pensando así las cosas, no estaría de más que dedicáramos un momento para pensar: ¿cómo es mi adoración? Es decir, pensando en el auténtico sentido de la palabra, ¿tengo verdaderamente una actitud de adoración a Dios? Quizá basta con pensar un momento en cual es mi actitud al entrar en la iglesia, donde sitúo debidamente el sagrario y mi fe me dice que está Jesucristo perfectamente presente, con su cuerpo, con su divinidad, ¿cómo es mi adoración? ¿Cómo es la genuflexión, que es manifestación pública y notoria de mi fe y mi conocimiento de las enseñanzas de la Iglesia?
Y es que en el mundo moderno hay mucha frivolidad, mucha superficialidad para muchas cosas. Se pierde fácilmente el sentido de lo sobrenatural, el sentido de trascendencia. Puede ocurrirle incluso a la persona que entra en la iglesia para la misa del domingo, con prisa, sin demasiada devoción, pero es indudable que ocurre más en las personas que entran en el lugar sagrado por turismo, porque les han dicho que esa catedral es muy rica en obras de arte. Es entonces cuando nos da más tristeza ver a gente que apenas se entera. Sí, mantienen un cierto respeto, un cierto silencio, saben estar, pero no manifiestan la fe cristiana, tal vez porque no la tienen o porque han entrado allí en modo turista.
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